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Camilo José Cela Conde

Reconciliación

El mensaje de Iceta me parece, sobre optimista, un tanto confuso. En la idea de que lo más deseable para Cataluña sería cerrar heridas, desde luego no en falso, es probable que le sigan muchas personas. Pero ¿se trata de un proyecto realizable o de un voluntarismo sin demasiado fundamento? De darse la primera alternativa a la que Iceta apunta, la de una victoria del independentismo en las urnas, los partidos soberanistas ya han dejado muy claro lo que piensan hacer: reavivar la declaración de independencia y sin alusión alguna, ni siquiera remota, a una reconciliación que resultaría no sólo inviable sino indeseable. Pero si el independentismo no alcanza la mayoría de escaños y votos, ¿de verdad se cree Iceta o, ya que estamos, cualquier otro protagonista de la política catalana que los soberanistas estarán por abandonar el proceso, recoger velas y colaborar en busca de un proyecto común con el resto de España?

Es eso lo que significa reconciliación. Y sólo se lograría mediante un golpe de timón brusco a las estrategias con las que entre la antigua Convergència, Esquerra y la CUP se han ido socavando los cimientos de la autonomía catalana. Conceder indultos, promover gobiernos transversales y aleccionar al Fiscal General del Estado para que no persiga los delitos vinculados al referéndum del 1º de octubre y a las secuelas que dejó no sirve como gesto de buena voluntad para promover reconciliación alguna; incluso cabría esperar que sucediese en realidad lo contrario, que semejantes muestras de buena voluntad sirvieran para que el proceso soberanista se sienta respaldado.

En realidad sucede lo contrario, pues, de lo que Iceta cree. Para que pudiese ser él presidente sería necesario antes que la reconciliación llevara a sumar escaños de unas formaciones que son, hoy por hoy, incompatibles y se vetan mutuamente. La realidad, por triste que resulte, deja muy claro que en Cataluña se han roto ya todos los puentes. Perdidas las esperanzas de que las aguas vuelvan al río, sólo hay dos salidas viables: el triunfo del soberanismo, con una independencia de la nueva república en condiciones aún por explicar, o su derrota absoluta. Y en este segundo caso resulta obvio que es la ley la que debe imperar por encima de buenismos inútiles.

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