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Banderas al viento

Varias generaciones de españoles hemos sentido visceral desconfianza e irreprimible rechazo a las banderas y a los himnos. Hemos constatado en carne propia que todos estos elementos simbólicos han sido sistemáticamente utilizados, y con éxito, para dividirnos, para agrupar a unos en un determinado bando, que por definición tiene que estar dispuesto a denigrar, perseguir y hasta exterminar al bando opuesto. Las banderas, como las nacionalidades, sólo sirven para dividir, para cristalizar los odios que se profesa por obligación al adversario. Quien tremola la bandera, se convierte, además, en portador de valores eternos, que debe defender hasta la irracionalidad.

Lo estamos viendo en Cataluña: la bandera cuatribarrada, la senyera, sirvió durante un tiempo para formalizar la catalanidad, no como reivindicación personal autodefinitoria sino frente a los demás, los extranjeros, los enemigos, los laicos, los díscolos, los apátridas, los internacionalistas, los cosmopolitas. Después, la estelada, una versión avanzada de la senyera, engendró una nueva categoría, la de los independentistas, muy distinguidos frente a los que ya tan solo lucen la senyera, que ya son vulgares 'botiflers'. Partidarios de la Constitución y de Felipe V. Traidores en una palabra.

Frente a este dislate, Jabois propone mirar a Europa, "esta entidad creada para disolver nacionalismos. Una bandera que nadie saca a la calle ni borracho, un himno robado a Beethoven, ni un ciudadano dispuesto a morir por ella; ni un llanto, ni una piel de gallina. La patria ideal". En ella deberíamos estar.

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