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Demasiada realidad

"El género humano no puede soportar demasiada realidad", escribió T.S. Eliot en el primero de sus "Cuatro cuartetos". Esa incapacidad explica que algunos mitos, casi siempre religiosos y políticos, pero también culturales y artísticos, puedan llegar a ejercer tanto poder sobre nosotros. Los humanos necesitamos soñar con una vida ficticia que nos permita soportar la vida anodina que casi todos llevamos. Necesitamos creer que algún día, en esta vida o en una vida ultraterrena, se impondrá la eterna justicia colectiva que nos redimirá de las mil humillaciones de la injusticia cotidiana. Y todos necesitamos creer que formamos parte de una comunidad en la que podamos sentirnos acogidos y seguros. Es muy difícil vivir si no podemos refugiarnos en alguna de estas posibilidades, aunque sólo sean sueños. O quimeras. O utopías. O disparates.

Para muchos musulmanes, el mito de Al-Ándalus es una de esas quimeras que sirven para anular todas las frustraciones y todas las humillaciones acumuladas a lo largo de la historia (algunas de esas humillaciones son muy reales; otras son más bien la expresión de un victimismo enfermizo puramente narcisista). Al-Ándalus: he aquí un califato perdido que fue la envidia del mundo. He aquí una sociedad avanzada que deslumbró a los sabios cristianos y judíos. He aquí una sociedad que fue próspera y floreciente y temida en todo el mundo conocido. He aquí una sociedad que triunfó porque se ajustó en todos los aspectos de la vida a la más estricta normativa islámica. Éste es el mito indestructible que seduce a millones de musulmanes, sobre todo porque es el reverso exacto de las sociedades musulmanas actuales, la mayoría sumidas en el atraso y en la pobreza. Ninguna de estas sociedades, ni siquiera los riquísimos sultanatos del Golfo -y eso que gastan millones en publicitarse-, es envidiada en el resto del mundo ni despierta el menor deseo de emulación. Ninguna ha fascinado a ningún estudioso ni científico, descontando a unos pocos excéntricos con graves problemas de identidad personal. Y ninguna ha conseguido establecer un modelo económico o político que cuente con la admiración general. Ni siquiera Turquía, que a duras penas mantiene su laicismo. Ni siquiera la admirable sociedad tunecina, que ha optado por la razón y por el mayor grado posible de feminismo. Pero las cosas son como son: las sociedades musulmanas no fascinan a nadie. No hay un Mandela musulmán. Ni un Obama. Ni siquiera ha habido un Che Guevara o un Fidel Castro. Tampoco un Einstein. Ni un Elvis. De hecho, cuesta mucho encontrar una figura proveniente del mundo islámico que cuente con la admiración general en todos los rincones del mundo.

Pero ahí es donde el mito de Al-Ándalus alcanza su mayor poder de seducción: en ese califato del que fueron expulsados los musulmanes, en esas tierras de lo que ahora es España y Portugal, hubo una vez una sociedad islámica que produjo el equivalente actual de un Einstein y un Elvis y un Mandela y un Obama. ¿Quiénes fueron esas figuras? ¿Averroes? ¿Ibn Batuta? Bueno, da igual quiénes fueron. Lo importante es que esas figuras existieron en la civilización de Al-Ándalus. Y un día, los pérfidos cruzados cristianos les arrebataron ese territorio a los musulmanes usando la fuerza y las malas artes. Y por eso mismo es tan necesario recuperar ese territorio donde un día todos los sueños de los musulmanes se hicieron realidad.

Cualquiera que sepa manejar con un mínimo de habilidad ese mito del esplendor perdido de Al-Ándalus puede convertirlo en un arma mortífera. Basta recurrir a la identidad y a la fe. Basta recurrir a la sagrada pertenencia a una comunidad que algún día volverá a dominar el mundo. Basta recurrir al odio hacia los infieles que expulsaron a los fieles de allí y los condenaron a la miseria y a la opresión. Por supuesto que hay que acusar a los infieles cristianos de todos los reveses que han sufrido los musulmanes desde la noche de los tiempos. Si hace falta remontarse mil años atrás, habrá que remontarse mil años atrás. Si hay que falsificar la historia, se falsificará. Si hay que mentir y manipular, se mentirá y se manipulará. Si hay que destruir el delicado equilibrio psíquico de unos adolescentes con problemas de identidad -como los adolescentes de Ripoll, como todos los adolescentes-, se hará todo eso sin ningún escrúpulo. En realidad, eso es lo que hacen día a día cientos de adoctrinadores en las mezquitas y en los locales de convivencia de la comunidad islámica.

Y ante eso, ¿qué hacemos los habitantes actuales de Al-Ándalus? Nada. O peor aún, nos acusamos mutuamente, nos recriminamos y nos empeñamos en actuar divididos. Tenemos un miedo terrible a aceptar la realidad y preferimos hacer como que esa realidad no existe. La culpa es de los Mossos. O de la Guardia Civil. O de Rajoy. O de Puigdemont. O del capitalismo. O... O... Si yo fuera yihadista, si yo estuviera adoctrinando a unos cuantos adolescentes desorientados en un garaje, estaría frotándome las manos de alegría. Y con motivo.

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