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Cuestión de protocolo

Final de curso, un ejercicio académico, las ventanas abiertas para que corra el aire y, de repente, en el patio al que asoma el aula, aparece un grupito de dos o tres personas hablando. Nada fuera de lo común, si no es porque en un examen con un silencio cortante sólo se oye una conversación intrascendente. He recordado determinados comentarios a unas notas mías sobre la desintegración de la universidad, algunos de ellos notablemente salidos de tono y realizados por exalumnos, también he recordado la Facultad de Filosofía de Cambridge allá por mayo-junio de 2012. Me han venido a la memoria unos carteles que rogaban silencio por doquier y la figura de los profesores ataviados con toga. Como turista académico pregunté para qué el traje talar y la respuesta fue "elemental", para distinguirse de los alumnos y para que estos supieran a quién acudir claramente. He cerrado las ventanas, he encendido el aire acondicionado y, sin pena ni gloria, he continuado con el examen de mis estudiantes. Hay cosas para las que es mejor ya no levantar la voz, ni tan sólo discutir.

La UIB, pese a sus muy notables esfuerzos en I+D+I no es Cambridge. Por qué Oxford es Oxford, Cambridge es Cambridge y Harvard es Harvard en el mundo anglosajón, no hablemos de Bolonia, la Universidad Libre de Bruselas u otras más próximas a nuestro entorno europeo. Todas esas instituciones académicas están orladas de un carácter que las hace inconfundibles. No es simple cuestión de protocolo, de vigencias y usos si así se quiere, aunque quizás la pompa, la circunstancia, las high table que relata Peter Snow, el Moral Science Club de Cambridge o los bolonios de San Clemente de los españoles tengan algo que ver con sus cenas, atuendos y tratamientos.

El protocolo, para algunos fútil, para otros un divertimento guarda alguna relación extraña con el ethos de la excelencia, pues todas esas instituciones representan una élite, una aristocracia académica. Parece ser que a todo el mundo por muy bajito que sea le gusta creerse alguien. Al margen de todas esas superficialidades que, dicen algunos entendidos, se resumen en un comentario de no más de cinco líneas, otros pensamos que el protocolo facilita la vida en común y hace que cada cual esté donde corresponde. En el caso de la universidad su olvido ha supuesto no pocas decepciones, puede decirse que ya es el mundo bocabajo, pero, al margen del derecho y del revés, su anihilamiento ha significado la pérdida total de un aura cuasi sacerdotal que muy pocos ya valoran. Da igual, no me meteré en melindres propios de alguien que no acaba de querer vivir en el XXI. Tan sólo una observación: los usos, las costumbres, en fin, el conjunto de las vigencias que definen exteriormente una profesión dice mucho de lo que ésta es por dentro. El hombre pasea vestido, no desnudo y de la pérdida del aura pasamos a la pérdida de la tan costosa libertad.

Hace no mucho sorprendía Ignatieff en El País con un artículo que quizás pasara desapercibido por la nomenklatura educativa decidida ya a abandonar las tarimas. Ignatieff, rector de la Universidad Central Europea, la misma que Viktor Orban, primer ministro de Hungría, quiere silenciar, procedía a la defensa enconada de la libertad académica y de la estabilidad del profesorado. Su argumentación era preclara, el profesorado debe tener garantizada la estabilidad como condición del ejercicio de conciencia crítica. Es un blindaje peligroso pero necesario: "La titularidad vitalicia protege el derecho a realizar investigaciones impopulares y a adoptar posiciones impopulares. Junto a la libertad de prensa y la independencia del poder judicial, este es uno de los baluartes de las sociedades libres, un contrapeso a las mayorías" ( El País, 20 de junio de 2017). La proclama de Ignatieff es clara: no hay lugar ni para el miedo ni el silencio en el mundo académico, el ejercicio del librepensamiento, fin último de la investigación, requiere de condiciones institucionales que lo posibiliten por el bien de la propia sociedad en el que se desarrolla y a la que sirve. Mientras, en España nos preguntamos si hay que introducir innovaciones en las diversas figuras profesorales y el acceso a las mismas. Nadie habla sobre la precariedad del profesorado en la universidad privada, la inestabilidad laboral en la carrera docente y los salarios por debajo de un profesor de instituto que cobra un ayudante doctor pese a tener tras sus espaldas un título de doctor y una acreditación notablemente costosa.

Al profesorado se le evalúa día a día, alumnos, colegas y agencias de acreditación. Sobre él pesa la fórmula de publica o perece, aunque lo único que salga sea un refrito académico indigerible que, en el campo de las humanidades, ha condenado al ostracismo al ensayo y al libro. Todo eso de las evaluaciones está muy bien pero ¿a cambio de qué? ¿Acaso de un neofeudalismo que tergiversa los espacios de libertad? El privilegiado puesto de profesor es hoy para muchos el de un obrero del conocimiento que se debate entre la jerarquía profesoral y los laberintos kafkianos de la burocracia que, por cierto, no se somete a las mismas evaluaciones draconianas que el docente. Vive éste alienado en buena parte porque ni es dueño de su libertad ni de la institución que le cobija, en muchas ocasiones a merced de criterios que difícilmente pueden entenderse con una lógica puramente académica. La universidad forma, es una institución educativa, pero también produce saber. Es precisamente en ese estadio donde entra en relación con el consumidor potencial que, como cliente, parece tener la última palabra. Ignatieff apunta a una preservación de la libertad amenazada, algo con lo que ni Unamuno ni Ortega soñaron, pues no disfrutaron de la libertad de cátedra, sin embargo sí pudieron columbrar una serie de pensamientos sobre lo que acertadamente el filósofo madrileño llamó Misión de la Universidad: la universidad debía procurar cultura y ésa no podía realizarse bajo la tiranía de los laboratorios y, ni mucho menos, bajo la del mercado.

La educación es generosidad, derroche si se quiere, pero no menos necesario. No entender estas premisas tan básicas es condenar el futuro de la juventud y la riqueza del país. Falta un ingrediente del cual sólo el protocolo es condición necesaria, pero no suficiente; falta ethos universitario, querer ser hombre de cultura o, lo que es lo mismo, frente a tanta tecnificación, crear espacio para el cultivo de lo aparentemente inútil. Sólo así se constituyen sociedades plurales y libres. No es la cultura sin más, sino la alta cultura la que ilustra al ciudadano, la que le permite entender su mundo y entenderse. La situación actual de la universidad testimonia con su excesiva burocratización y malentendida democratización la necesidad imperiosa de regular y dejar bien claro sobre quién recae el peso y la responsabilidad de una institución eminentemente docente con un compromiso claro con la investigación y la innovación: no hace falta decirlo, la respuesta es obvia. Como en el protocolo, será cuestión de precedencias.

*Doctor en Filosofía

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