Diario de Mallorca

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EL INGENUO SEDUCTOR

La isla de la pasta

Siempre que llego a Palma siento estar ante una ciudad que se muerde a sí misma, sin haber encontrado aún el equilibrio entre lo que fue y lo que parece estar condenada a ser

Creo que fue el pintor y escritor Santiago Rusiñol quien, a principios del siglo XX, definió Mallorca como "la isla de la calma". Si hoy existiese alguien con la misma inquietud, con el talante cronista de Rusiñol, escribiría que hace años que la calma se vendió a la "pasta".

Me preocupa que cada regreso a la isla, cada nuevo contacto con la ciudad de Palma, me provoque una pequeña herida. Puede que solo sea culpa de mi piel, que con los años, en lugar de curtirse, se ha vuelto más sensible pero siento que la isla, que la ciudad, está en permanente pelea consigo misma, llegando incluso a convertir acciones y reacciones crueles en parte de su identidad. De su nueva identidad. Como esos animales que se comen partes de su propio cuerpo, que atormentan a otras criaturas para alimentarse, reproducirse o, simplemente, entretenerse.

Hace años que me llamó la atención que en una ciudad mediterránea como Palma, en pleno mes de agosto, no pudiese tomarme una copa, después de cenar, en un terraza que no estuviera en el Paseo Marítimo. Sentí que la ciudad se estaba fortificando contra un enemigo que era el que precisamente la ayudaba a subsistir. Como en todas las profilaxis, se cortó por lo sano: se adecuaron los horarios al paladar nórdico, se inclinó la balanza a favor de los vecinos y relegamos el ocio -recordemos que la gente de Palma también salimos a cenar y a tomar copas y a divertirnos; eso no es patrimonio exclusivo del turista- a locales atestados, con aires acondicionados derrochando energía, porque en la calle ya no se puede estar. La cultura mediterránea, la de la plaza, la de la verbena, la de poder trasnochar charlando a la fresca, decapitada en nombre de una injusta convivencia.

Luego vi como las terrazas comenzaron a regenerar el miembro amputado y, como quien vuelve para vengarse, invadieron la ciudad en el horario que les permitía la ordenanza. Desaparecían de noche, para respetar el descanso de los vecinos, pero durante el día reconquistaban lo que creían que era suyo. Una ciudad que crecía para abastecer a barrios enteros que desembarcaban una mañana y saturaban todo lo que encontraban a su paso. Una isla que cada vez destina más esfuerzos para satisfacer y entretener al turista y menos para hacer que la vida de sus habitantes sea todo lo confortable que debería ser. Una ciudad que se muerde a sí misma, sin haber encontrado aún el equilibrio entre lo que fue y lo que parece estar condenada a ser.

Una vez, en esta misma columna, escribí sobre aquella persona de mi entorno que me explicó, hace muchos años, que los mallorquines eran muy fenicios. Que ellos, por la pasta, eran capaces de vender hasta su alma. Hoy, mirando a mi alrededor, observando cómo se ha especulado con el suelo en la isla, me invade una cierta decepción. Hay quien llama progreso no a la evolución natural de una ciudadanía sino a la reconstrucción tras la batalla. Pero eso es supervivencia. El progreso solo es posible desde la estabilidad.

Ha llegado el momento en el que políticos y ciudadanos busquemos esa estabilidad y decidamos, con urgencia, qué modelo de isla, de ciudad, de entorno para la convivencia, es el que queremos. Habrá que renunciar a muchas cosas, lógicamente, pero quizá no tengamos que ver nuestro entorno convertido en un parque temático en el que resulte imposible habitar y solo se pueda visitar.

Habrá que tomar decisiones políticas complejas, tal vez haya que poner firmes a empresas turísticas que, en su ambición, crean más oferta hasta que el volumen de visitantes resulta inabordable; habrá que reeducar a esos que han creído que especular con la vivienda, propia o ajena, es un buen negocio; habrá que perder para poder ganar. Porque es difícil coexistir con campos de golf si para que su hierba pueda ser regada cada día -el año pasado solo uno empleaba agua de la desaladora- prohibimos fiestas populares con agua. Porque es difícil cohabitar si los derechos de unos pocos son más rentables que los de la mayoría y con eso basta para tenerla callada. No es fácil convivir cuando asumimos que el bien de un 1% de la sociedad es el bien común. Habrá que reaprender a convivir sin necesidad de acabar como el oso que se vio atrapado en un cepo y se arrancó a mordiscos la pata para poder escapar.

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