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Antonio Papell

Tres años del Rey

En tres años al frente de la Corona, don Felipe ha normalizado atinadamente la Institución Monárquica, que llegó a tambalearse peligrosamente en la etapa final de don Juan Carlos

Ayer se cumplieron tres años de la proclamación de Felipe VI tras la abdicación de don Juan Carlos unos días antes. Y, significativamente, este pasado fin de semana el congreso del PSOE registró un revelador incidente: la mayoría del partido aglutinada por Pedro Sánchez logró eludir una propuesta de las Juventudes Socialistas que reclamaba una reforma constitucional para instaurar la república. Finalmente, tras una larga y tensa negociación, se aprobó una enmienda que dice textualmente que "el PSOE tiene su propia concepción sobre el modelo de Estado y la forma de gobierno hacia la que quiere avanzar fortaleciendo los valores republicanos y promoviendo un modelo federal".

Aunque parezca una paradoja, se pueden alentar valores republicanos sin instaurar una república. Esto es lo que hizo la Constitución de 1978, que plasmó pacíficamente la gran revolución burguesa de este país, que no fue realizada a su debido tiempo. Y hoy, la verdadera modernidad no consiste precisamente en repudiar la Transición y su más preciado fruto, la carta magna, sino en perfeccionarla, poniendo al día una Constitución inacabada en su título VIII, consolidando un modelo territorial federal y definitivo y actualizando aquellos aspectos que lo requieren por simples razones de obsolescencia natural. En este sentido, la forma de Estado es irrelevante: la inmensa mayoría de los demócratas preferiríamos una monarquía como la noruega a una república como la norcoreana, aunque también preferiríamos una república como la francesa a una monarquía como la marroquí. Estos argumentos habrán sido, seguramente, los que ha utilizado Sánchez para disuadir a sus cachorros.

En estos tres años, don Felipe ha normalizado atinadamente la Institución Monárquica, que llegó a tambalearse peligrosamente en la etapa final de don Juan Carlos. La atinada gestión -con sobria discreción, sin la menor imprudencia- de la crisis de estabilidad de casi un año ulterior a las elecciones de 2015 reubicó la corona en el vértice constitucional, y el desenlace del caso Urdangarin, que ha sancionado un abuso manifiesto que salpicaba a la monarquía, ha restaurado el crédito de una entidad sumamente delicada puesto que vive de lo simbólico más que de lo material. En cualquier caso, superado el bache, hoy la jefatura del Estado desempeña con normalidad una febril actividad social y cultural que está en la esencia de su papel, al tiempo que reanuda con creciente eficacia la función diplomática, que tan útil ha sido y sigue siendo para establecer relaciones y abrir mercados en un mundo cada vez más interdependiente y globalizado.

Los países maduros como el español se caracterizan por recurrir al reformismo para evolucionar. Cualquier brusquedad institucional que genere incertidumbre o inseguridad jurídica ha de ser descartada de antemano. En este sentido, las viejas monarquías como la británica o la sueca están fuera del debate, una vez que la sociedad se ha convencido de su papel estabilizador, de su función identitaria y vinculante. No se trata de apartarlas del debate, obviamente, sino de incluirlas en la zona de consenso que ya no vale la pena discutir porque los problemas reales son otros. En nuestro país, además del problema territorial que nos obliga a una costosa "conllevancia" desde hace demasiado tiempo, hay problemas de estructura social, de inequidad excesiva, de falta de oportunidades, que deben enfrentarse con urgencia. No tendría por tanto sentido pensar en un cambio de régimen cuando lo que ha de hacerse es perfeccionar el actual para que todos nos beneficiemos de él, sin bolsas de pobreza o de marginación.

En los años setenta, este país realizó una costosa puesta al día que los Estados Unidos habían efectuado a finales del siglo XVIII y que toda Europa consolidó en los años cuarenta del pasado siglo, al término de la Segunda Guerra Mundial. Lo lógico es perfeccionar nuestra gran obra, en cierto modo inconclusa todavía, y no desecharla ni despreciarla tras dudosos análisis apresurados.

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