Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Ciudadanos libres, uníos

Aunque duela oírlo, tendremos que acostumbrarnos a vivir en tensión constante, sin saber de dónde llegará el siguiente ataque con bombas o cuchillos o furgonetas

Karl Marx odiaba Londres, la ciudad que simbolizaba para él todos los vicios del capitalismo, pero pudo escribir tranquilamente en la sala de lectura de la Biblioteca Británica. Nadie le molestó, nadie le puso pegas, nadie le preguntó qué hacía allí un extranjero como él (y judío, por más señas). Durante años, Marx vivió en un piso sórdido del Soho, pero cuando conoció a Engels -que era millonario- y pudo trasladarse a Primrose Hill con la ayuda económica de su amigo, disfrutó de algo parecido a la vida confortable de un buen burgués. Los domingos, las familias de los Marx y los Engels iban a hacer picnic al parque de Hampstead Heath. Cuando enfermó de pleuresía, Marx pudo visitar los balnearios de media Europa. Y cuando murió, en 1883, fue enterrado en el cementerio de Highgate, en una tumba que tiene un busto sobre la lápida y en la que está inscrito el famoso llamamiento del Manifiesto comunista: "Trabajadores de todos los países, uníos". No creo que pueda haber un mayor elogio para una ciudad que albergar la tumba del pensador que la odió y que habría querido destruirla de haber podido hacerlo. La ciudad, claro está, supo protegerse a su manera: ahora hay que pagar cuatro libras para ver la tumba de Marx.

Eso es lo que los yihadistas odian de Londres y de cualquier otra ciudad occidental: que sean ciudades abiertas, que sean ciudades capaces de albergar -y de honrar- la tumba de alguien que la odiaba y que hubiera querido destruirla. Los tontorrones que buscan causas geopolíticas y sociales para justificar el terrorismo yihadista se olvidan de la causa principal de ese terrorismo, que no es la exclusión social de los inmigrantes musulmanes ni la invasión de Irak ni nada por el estilo, sino el odio desenfrenado, furibundo, explosivo, nihilista hacia todo cuanto signifique vida y convivencia y alegría y felicidad. Los yihadistas odian la vida, odian el hedonismo, odian el sexo y odian la convivencia pacífica de millones de personas que tienen ideas y religiones y culturas diferentes, pero que han sabido encontrar una fórmula cívica para coexistir en paz. Por eso los yihadistas se han empeñado en destruir cualquier atisbo de normalidad que contradiga su fúnebre visión de la vida. Por eso asesinan a cuchilladas a la gente que se toma una cerveza en un bar de tapas junto al Támesis. Y por eso asesinan a las niñas que asisten a un concierto de una cantante hortera. Es así de sencillo. Nuestra izquierda bananera haría bien en enterarse algún día de esta verdad incontrovertible, aunque dudo mucho de que lo haga. La inteligencia no suele figurar entre sus prioridades.

¿Tiene razón Theresa May cuando dice que nuestras sociedades han sido demasiado complacientes con el extremismo yihadista? Sí, y tanto que sí. Ella misma da muestras de esa complacencia cuando no se atreve a nombrar a los yihadistas por su nombre y simplemente los llama "extremistas", un adjetivo que oculta la razón fundamental de los crímenes yihadistas. "¿Cómo que extremistas? -se preguntaba cabreado Morrissey, el antiguo cantante de los Smiths-. ¿De qué clase de extremistas estamos hablando? ¿De un conejo extremista?" Aunque moleste oírlo, lo que dice Morrissey tiene mucha razón. De hecho, los imanes extremistas siguen predicando en sus mezquitas sin que nadie se atreva a meterlos en la cárcel o a bloquear sus fuentes de financiación. Y seguimos buscando explicaciones neuróticas que de algún modo siempre acaban diluyendo la responsabilidad de los "yihadistas" y en cambio atribuyen las culpas a las políticas de Occidente, bien sea por el conflicto palestino o la invasión de Irak o la guerra de Siria, o incluso por un remoto incidente del siglo XVII en que un explorador británico le pisó un callo en Jerusalén a un devoto musulmán. El mismo Jeremy Corbyn, el líder laborista, atribuyó hace poco las causas del yihadismo a la invasión de Irak. Entre nosotros, el simpático (y tóxico) Miguel Ángel Revilla opina lo mismo. Por supuesto, ninguno parece haberse enterado de que el yihadismo ya había actuado antes de la invasión de Irak (el 11S en Nueva York, por ejemplo), ni de que los planes para los atentados del 11M en Madrid se gestaron varios años antes de la invasión. Pero eso da igual: ellos repetirán tan panchos su versión de los hechos, que no es otra cosa que una vergonzosa manifestación de posverdad.

Aunque duela oírlo, tendremos que acostumbrarnos a vivir en tensión constante, sin saber de dónde llegará el siguiente ataque con bombas o cuchillos o furgonetas, porque no hay fórmulas que puedan impedir los atentados de unos fanáticos que odian la vida y aman la muerte. Y nuestra mejor estrategia de defensa seguirá siendo hacer justamente lo contrario de lo que predican los yihadistas. Y para eso bastará alterar un poco la inscripción de la tumba de Marx: "Ciudadanos libres de todos los países, uníos". Pues eso.

Compartir el artículo

stats