Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

¡Dichosas fronteras!

Las fronteras y como afirmó Claudio Magris, pueden ser puente o barrera con relación a su naturaleza y el fin para el que fueron establecidas. Así, en ocasiones serán garantía de convivencia aunque la mayoría de veces, a poco que se evalúen, aíslan y excluyen en sintonía con las razones de su creación; muchas veces hipócritas razones para ocultar oscuros propósitos.

Nadie en su sano juicio cuestiona la frontera de la ley, por más que una distinta permeabilidad frente a iguales comportamientos relativice su defensa a ultranza y, a modo de pinceladas, la subordinación al poder político que en ocasiones se adivina, con el resultado de distintos raseros para su aplicación, pone en solfa que pueda considerarse el paradigma de una frontera positiva sin sombra de mal alguno. Parecidas deducciones podrían hacerse por lo que respecta a la globalización, con la contradicción que supone enarbolar la bandera de la libre circulación por sobre aduanas y demarcaciones territoriales cuando, en la práctica, los movimientos sin restricciones ni cortapisas sólo se permiten al gran capital o a los corruptos que lo transfieren a lugares sin control, mientras que la población, en su inmensa mayoría, seguirá sometida a las fronteras impuestas y sólo globalizadas para los beneficios y, esos sí, deslocalizados a conveniencia en procesos supraestatales, ajenos al control democrático y más allá del marco que determina el Estado-nación.

Fronteras pues, falsas las unas cuando deseables o bien abolidas selectivamente y, en paralelo, decenas de ellas, si artificiales (ríos, cordilleras o desiertos son asunto ajeno al debate), como resultado del temor y la estrechez de miras que traduce una ideología anclada en los estereotipos o mera consecuencia del adanismo y la insolidaridad. Fronteras frente al progreso (el Islam prohibió en su día la imprenta o el Papa Gregorio XVI las vacunas€), para protegerse en otros casos de la ambición ajena aunque de ello pueda derivarse el fomento de la propia -lo cual no haría sino cambiar las tornas- o, en ocasiones, exaltaciones culturales a resultas de un cierto localismo que casa mal con la propia amplitud del concepto de cultura, por encima del intelectualismo o la trasmisión pasiva de usos y costumbres para englobar todo cuanto ocurre en determinado tiempo.

Nada que objetar a la emancipación cuando la servidumbre limita y humilla. Sin embargo, de la liberación no ha de seguirse necesariamente el establecimiento de una nueva frontera como suele ser la regla, y es que algo de sospechoso tiene el afán por exaltar la propia identidad -síntoma de inseguridad y la mayoría de veces un factor limitante, tal y como sugería Foucault-, lo que lleva implícito cierto reduccionismo en la concepción del mundo y de uno mismo porque, por seguir a Rubert de Ventós y sus siempre lúcidas reflexiones, remarcar la propia diferencia no es tan solo de mala educación y signo manifiesto de fragilidad frente a los imponderables sino, además, mala política a medio e incluso corto plazo.

Puede inferirse de lo expuesto que establecer o auspiciar fronteras de variada índole supone, sobre todo, defenderse al primario modo de quien carece de recursos más elaborados. Y tanto la emancipación frente a amenazas reales o imaginarias como el subrayado de la propia singularidad, la llamada nostrilatría, suelen obedecer a actos de fe ajenos al razonamiento: artefactos emocionales que, en la madurez, debieran ceder frente a la deseable coexistencia productiva entre iguales, convirtiendo en obsoletas las murallas. En otro caso, procederá preguntarse por las motivaciones últimas y emplear el olfato porque pueden oler mal; si más no, a soluciones caducas y con el habitual tinte conservador que las caracteriza.

Las fronteras, cuando decididas sin consenso, suelen ser un mal sin mezcla de bien alguno y ahí tenemos, no hace tanto tiempo, el Muro de Berlín, cuya caída fue para muchos la promesa de un nuevo amanecer. Hoy, la prolongación del que separa Méjico de los Estados Unidos es muestra patente del desprecio que Trump y sus adláteres republicanos mantienen respecto a quienes se ven impelidos a emigrar para sobrevivir, al igual que ocurre también a este lado del Atlántico. En tales contextos, las barreras desenmascaran a sus promotores, cuya intención no es otra que la de mantener su reducto por mera conveniencia, ajenos a la solidaridad y sin asumir en sus conciencias el precio que dichas actitudes conllevan.

No hay, por concluir, fronteras inocentes ni cuya defensa no ponga en tela de juicio la fraternidad. La planificación de las mismas no merece un tiempo que es para todos nosotros limitado e incluso, frente a unas tesis cargadas de argumentos que además de garantizar, legitimen el propio bienestar a costa del vecino, debería seguir primando en muchos corazones una incertidumbre sobre su justeza que es, todavía, herramienta inseparable para acercarse a la verdad. Y si terminar con ellas puede antojarse utópico, cabría recordar que aún es de rabiosa actualidad, tras siglos de historia, la apuesta del poeta Rimbaud: Il faut changer la vie; cambiar la vida con sus parapetos de murallas o líneas sobre el mapa. Sin exclusiones y para bien de todos.

Compartir el artículo

stats