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¿Alguna idea?

Recuerdo de mis años mozos una frase, leída, si los recovecos de la memoria no me fallan, en uno de las publicaciones, allá por los setenta, del filósofo y poeta, más conocido en su calidad y cualidad de humorista gráfico como El Perich, expresada dentro de esos globitos que se usan al efecto y que hacían decir a un personaje con aspecto desalentado: "Solo nos quedan dos soluciones: seguir así o continuar como estamos".

No sé por qué motivo este descorazonador razonamiento del personaje no me abandona cuanto pienso en el último, ¿último?, atentado islamista de Manchester; no intento ni tan siquiera intentar explicarme (seguramente es inútil afán) cómo puede una mente humana llegar a convencerse que se sigue los designios divinos cuando se siegan de raíz vidas jóvenes, casi no iniciadas; me parece aún más inexplicable el que alguien pueda auto convencerse de que tal cosa puede ser agradable a los ojos de un dios, de cualquier dios, que se diga creador de esa misma vida. Decía Ibn Abenrabi, musulmán y místico, nacido en Murcia en 1165, qué "hubo un tiempo en que yo rechazaba a mi prójimo, si su religión no era como la mía. Ahora mi corazón se ha convertido en un receptáculo de todas las formas"; ya ven todavía es esperable la razón en el mundo islámico, aunque sus silencios sean en ocasiones estrepitosos.

Pero ahora, tal parece que debemos resignarnos a que tales masacres, grandes o pequeñas todas lo son, hechas en nombre de dios (el ponerlo en minúscula no es un error del corrector del ordenador, es a propósito) nos visiten con regularidad; veintitantos cadáveres en Manchester, otros más en Niza o París, algunos otros en Bruselas o en Berlín o Munich, o tantos otros en la Asia continental, sean las victimas musulmanas o no, y sumando. Esa es la perspectiva real.

La tormenta de analistas que diagnostican a diario la patología del problema no acierta a dar con el remedio de la pandemia asesina, lo cual sigue empujándonos aún más hacia la desesperanza. De todos modos, entresaco de lo que se suele oír en esos Think Tanks radiados y televisados, una idea repetida y repetitiva, "es difícil defender a la ciudadanía de un enemigo que no teme al máximo sacrificio que es el de la propia vida" y que tiene la certeza de que su acción le reportara vírgenes por decenas, ríos de leche y miel y eternidad apacible; y hay verdad en esa frase y no son pocos los que se apuntarían a tal promesa. ¿A qué puede temer alguien al que su propia y voluntaria desaparición solo conllevaría beneficios? Esa es la cuestión que parece ser el arco de bóveda de todo este edificio intelectual de quien se convence que matar al infiel es no solo aceptable sino recomendable y sobre todo provechoso. ¿Cuál el antídoto a ese convencimiento?

La ciencia médica ya descubrió en su día que la mejor manera de prevenir una enfermedad contagiosa era la de inocular al paciente la misma bacteria, el mismo virus, que pudiera infectarle con posterioridad; esto es, una bacteria, un virus para combatir la misma bacteria, el mismo virus. La conclusión pareciera casi innegable: para prevenir que una idea sea causa de muerte, debiera buscarse otra idea del mismo esqueje que la primera para que en el mismo organismo produzca los suficientes anticuerpos intelectuales para que la idea maligna no acabe con aquel cuerpo. La pregunta deberá ser entonces ¿Cuál es la idea que puede inocularse en la cabeza de quien mata y se mata por aquella determinada y asesina idea?, pues otra que le informe de que su acción no conseguirá los objetivos propuestos y que puede ser aún perjudicial para sus aspiraciones y apetencias, pero deberemos cuidar que la fuente de ambas ideas sea la misma, puesto que esa fuente fundamenta la creencia de verdad en ambas ideas.

Los que algo saben de mi saben que soy cinéfilo empedernido, lo confieso, defecto que seguramente me proporcionará la generosidad suficiente por parte de usted lector y permitirá relatarle un trocito de una película, que estos días no abandona mi mente, no sé porqué relación de ideas; un film de ya no pocos años de edad, de allá por los años treinta. La obra dirigida por Henry Hataway de título The Real Glory, en España con la más descriptiva y circunspecta denominación de La jungla en armas, y protagonizada por Gary Cooper y un novel David Niven, relataba las andanzas de los militares estadounidenses que en las Filipinas de principios del siglo XX habían heredado de los españoles el problema de las revueltas moras en el sur de aquel archipiélago; una de las escenas de aquella cinta refleja la captura de uno de aquellos moros filipinos que se juramentan para morir matando, tal como los de ahora, y cuyo aparente valor y hasta desdén ante la certeza de la muerte propia, inspiraba terror a los que tenían que enfrentarse a él; ¿cómo soluciona el entuerto el guionista de turno?, pues se le ocurre una novedosa pero sencilla manera de lidiar con aquello; le hace decir al personaje de Gary Cooper, frente a los temeroso soldados filipinos, al juramentado moro que le va a enterrar envuelto en una piel de cerdo, lo que lleva al hasta entonces invulnerable y feroz nativo, a un estado de miedo histérico, que alegra la vista a los que hasta aquel momento le temían cervalmente y que ahora saben que él, hasta el momento, terrorífico enemigo es capaz de sentir el mismo temor y hasta pánico y que es tan humano como ellos.

Ya ven una idea puede llevar al portador de otra, ambas nacidas de la misma fuente ideológica, a una conclusión muy distinta y muy distante a la pretendida. Claro que esa es la solución de un guionista de Hollywood.

* Abogado

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