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Antonio Papell

La vía escocesa

El asunto, que provocó en la sociedad escocesa la lógica conmoción, parecía zanjado por la contundencia de las cifras

Puigdemont y Junqueras apelaron ayer en un artículo publicado en Madrid a ‘la vía escocesa’, a la negociación entre Cataluña y el Estado de un referéndum acordado en la que los ciudadanos del Principado fuesen interrogados con la misma pregunta que se les formuló a los escoceses: “¿Debería Cataluña ser un país independiente?”

Apelar en este momento a “la vía escocesa” es de por sí una irresponsabilidad llamativa y/o una desfachatez irritante. Porque, como el artículo en cuestión enfatiza con alborozo, los escoceses ya se pronunciaron con meridiana claridad a esta pregunta el 18 de septiembre de 2014, hace menos de dos años y medio, y el resultado fue diáfano: el “no” a la secesión obtuvo el 55,3% frente al 44,7% del “sí”. Algo más de dos millones de escoceses se negaron a la ruptura frente a 1,6 millones partidarios de ella.

El asunto, que provocó en la sociedad escocesa la lógica conmoción -no se cambia de nacionalidad todos los días, ni es esa mudanza una trivialidad sino algo muy serio—, parecía zanjado por la contundencia de las cifras cuando el nacionalismo escocés, tan insaciable con todos los nacionalismos, ha anunciado sin el menor rubor que quiere ahora celebrar otro referéndum.

La excusa —siempre hay excusas en política si uno se empeña en buscarlas— es el ‘brexit’. Los escoceses no desean, aseguran, salir de la Unión Europea, una posibilidad que no ha surgido espontáneamente en el firmamento británico sino que lleva décadas tramándose… hasta que el irresponsable Cameron, el mismo que negoció el referéndum escocés, lanzó a su país al despeñadero de la ruptura con Europa en unas condiciones propicias para los populistas que, con argumentos en su mayor parte espurios y mendaces (lo reconocieron luego sin pudor), explotaron la credulidad de los británicos hasta embarcarlos en la peor aventura de su historia. Pero este es otro asunto.

En otras palabras, lo que Puigdemont y Junqueras quieren no es un referéndum pactado sino la apertura de un proceso de desconexión, todo lo largo que sea preciso, según la conocida ley del embudo: puesto que las sucesivas elecciones y las numerosas encuestas acreditan que por ahora no existe una mayoría independentista, se irían celebrando referéndums sucesivos hasta que, por agotamiento o por el surgimiento de alguna circunstancia favorable, se colmara la aspiración. Los quebequeses también inventaron esta vía.

Sin embargo, la sentencia del Tribunal Supremo de Ottawa de agosto de 1998 sobre la secesión de Québec, que fue base de la ulterior Ley de Claridad, establece, primero, que, "ni la Constitución ni el derecho internacional conceden (a Quebec) el derecho a una secesión unilateral". Y, segundo, que esa secesión se podría negociar siempre que "una clara mayoría del pueblo de Quebec así lo decidiera" y que esa decisión "respetara los derechos" del resto de los canadienses. Además, después de dos referendos, ambos fallidos para los independentistas, en 1980 y 1995, se marcan límites a la reiteración.

En lo tocante a Escocia, la comparación jurídico-política con Cataluña es ireral. El Reino Unido no tiene una Constitución escrita, por lo que un pacto como el que Cameron impulsó no es imaginable ni posible en España. Ni en los Estados Unidos, ni en Francia, ni en Italia, ni en Alemania… La inane afirmación de que “no existe el derecho a no dialogar” es tan demagógica como el resto del artículo en cuestión: es obvio que la negociación y el pacto, por sí solos, no pueden alterar el ordenamiento jurídico, que deberá evolucionar de acuerdo con las reglas constitucionales, con los procedimientos. La insinuación de que Rajoy, si quisiese, podría pactar con los nacionalistas en torno a una mesa camilla un proceso de ruptura es simplemente una estupidez.

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