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Antonio Papell

Cataluña: triste espectáculo

En el conflicto catalán, conviene decirlo claro, no hay ni una pizca de grandeur. Los imputados, con Mas a la cabeza, perseguidos judicialmente por su afán de convocar un referéndum de autodeterminación, no aparecen, en contra de lo que ellos pretenden, investidos de algún mesianismo político e intelectual, capaz de arrastrar tras de sí a todo el pueblo, sino como instigadores de una fractura que ha dividido por la mitad a la sociedad de Cataluña, en la que, si hay que creer en las encuestas, son más quienes están dispuestos a una solución de compromiso que los partidarios de una traumática ruptura. De cualquier modo, parece evidente que no existe la mayoría cualificada independentista de dos tercios o tres quintos del censo que el espíritu constitucional exige para avalar las decisiones que produzcan un cambio institucional relevante. Por añadidura, el partido que más ha instado, junto con Esquerra Republicana, esta deriva, CDC, ha resultado ser una cueva de ladrones, capitaneado por una familia mafiosa que se ha enriquecido hasta la náusea bajo la capa del catalanismo político.

Dicho esto, hay que añadir acto seguido que la otra parte, el conglomerado formado por el Estado y los partidos constitucionalistas, aunque amparada por la legalidad constitucional, ha tenido un comportamiento desastroso en todo el proceso. Primeramente, existió una gran incapacidad de acuerdo cuando se elaboró el nuevo Estatut de Cataluña de 2006, vituperado con pueril saña por la derecha española; más tarde, cuando el Tribunal Constitucional dictó la sentencia 31/2010, de 28 de junio de 2010, que resolvía el recurso del Partido Popular contra aquel Estatut, no se vio la magnitud del agravio que se infligía al pueblo de Cataluña con aquella rectificación, procesalmente absurda, que recortaba gravemente el alcance del Estatut después de que la ciudadanía lo hubiera ratificado mediante el preceptivo referéndum. Es evidente que el soberanismo ha utilizado este argumento como lanza independentista con alguna demagogia, pero también lo es que al quebrarse de aquel modo un consenso trabajosamente conseguido, hubiera habido que restañar la herida de otro modo. Algo que no hizo el gobierno de Zapatero de entonces absorto en la crisis económica, que tampoco consiguió encauzar y mucho menos el partido que había presentado el recurso de inconstitucionalidad, tras una campaña activa en contra del Estatut que se interpretó como una agresión al propio Principado y a su ciudadanía.

Desde entonces, no ha habido más que confrontación, escaladas verbales e incapacidad para urdir el menor diálogo sobre las dos cuestiones que vertebran el conflicto: la reclamación catalana de gestionar en exclusiva las políticas culturales e identitarias, y la imposición de un límite explícito a las políticas de solidaridad y redistribución, vinculado a un sistema de financiación autonómica más flexible. Designios que podrían efectivamente negociarse, que no afectan necesariamente al núcleo constitucional, y que podrían quedar resueltos como ha repetido Herrero de Miñón mediante una simple disposición adicional a la carta magna.

Decía ayer en la radio el notario López Burniol, siempre prudente y claro, que cuando dos entran en conflicto, la principal responsabilidad recae siempre en la parte más fuerte. En el Estado en este caso. Y es cierto que, de un lado, la judicialización a la que hemos llegado, y que exacerba los ánimos hasta el borde del estallido, no se hubiera producido de no haber existido un enfermizo interés en promoverla ni el 9N fue un hecho jurídicamente relevante ni hubo verdadero delito de desobediencia, muy bien tasado en el Código Penal, ni se ha intentado de verdad un diálogo sobre la materia fundamental que lo requiere. El problema de Cataluña no son los peajes en las autovías ni los trenes de cercanías, sino cuestiones que tienen indudable trascendencia sentimental e intelectual. La vicepresidenta del Gobierno, que según dicen ha abierto despacho en Barcelona, lo sabe sin duda, y ya ha pasado el tiempo de las evasivas.

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