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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

El deseo de ser un indio

El ministro portavoz del gobierno, el señor Méndez de Vigo, interpelado en relación a las primeras medidas tomadas por el presidente de EE UU, Donald J. Trump, ha declarado que "el gobierno defiende una relación 'sin gritos ni estridencias' con Trump. En contraste con declaraciones de otros dirigentes europeos como Hollande y Merkel, expresando su discrepancia con todas aquellas disposiciones que discriminan a los ciudadanos en función de su sexo, lugar de nacimiento o creencias religiosas, la posición del gobierno español se muestra tan contemporizadora con el decreto que impide la entrada en EE UU de los originarios de siete países musulmanes (Arabia Saudí excluida) como con el desprecio del nuevo presidente hacia México. Es una posición que rezuma por igual debilidad y cobardía. No se quiere incomodar al nuevo Calígula porque el gobierno se considera a sí mismo el gobierno débil de un Estado débil de un país débil. Y, en efecto, un país es débil cuando tiene un gobierno incapaz de sobreponerse a su vulnerabilidad económica mediante la fuerza de sus convicciones morales. Es obvio que pretende, acojonado, responder con susurros a las estridencias de Trump, como si pretendiera pasar desapercibido, oculto a los ojos del que divide al mundo entre amigos y enemigos, dando por buena la falta de presencia en Europa y en el mundo desde hace tantos años. Uno se siente mejor representado y gobernado por Merkel que por Rajoy. ¡Ay de nosotros, los españoles, si Trump consigue destruir Europa!

La única consecuencia positiva de la nueva etapa Trump, es la movilización de tantos ciudadanos en todo el mundo, especialmente en EE UU, en torno a la defensa de unos valores que en este último país han formado parte de su acervo más admirable. Con Obama, la gente estaba mesmerizada, por mucho que expulsara a más de dos millones de inmigrantes ilegales, no desmontara Guantánamo y no cumpliera las expectativas que su elección despertó en todo el mundo. Su mayor fracaso es que le sucediera Trump. Algo habrá hecho mal. Pero es un tío guay, además de inteligente y culto. No había nada más deslumbrante que verle subir al trote las escalerillas del avión presidencial, como si la gravedad fuera un cuento del Tea Party. Llámenme retorcido pero les sugiero que atiendan al lenguaje de la vestimenta, un lenguaje que no suele mentir. El gusto personal nos habla con mucha más veracidad que las palabras, tan pretenciosas, tan desgastadas, tan engañosas, especialmente de un adminículo tan estereotipado como la convencional corbata. Obama las anuda con un nudo simple o americano, y son las suyas unas corbatas preciosas, como si hubieran sido fabricadas exprofeso para el cimbreante bailarín de Chicago. Trump, que, para más inri, comercializa corbatas propias, se las anuda con un nudo triangular Windsor pequeñísimo y le alcanzan un palmo por debajo del cinturón, cuando lo correcto es sólo llegar a su altura. Tan exagerada longitud de la corbata sugiere inevitablemente una interpretación freudiana del macho alfa acorde con la agresión sicalíptica con la que describe su forma de tratar a las mujeres atractivas, agarrándolas por el sexo.

Hay líderes que encienden el ardor guerrero. Por ejemplo, Aznar, que atesora en su rostro todos los rasgos de un auténtico príncipe de las tinieblas. Ante Aznar el auténtico Darth Vader queda reducido a atracción de feria. La sonrisa de Aznar es tan de más allá de la muerte que sólo de representársela se le queda a uno helado el corazón. Con líderes así uno se siente empujado al combate. Es como si nuestra capacidad de plantar cara fuera directamente proporcional a las dimensiones del mal que amenaza entenebrecer nuestras vidas. Un líder benéfico como Obama nos empuja a la indolencia, a la molicie, a una completa abulia, como si el bien se abriera paso por sí mismo entre la maleza, como si fuera una fuerza benéfica ajena a los humanos, como una locomotora de luz rodando ya en el valle de Josafat, iluminando el fin de los tiempos; sin requerir la colaboración esforzada de todos los resortes internos de cada uno de nosotros, relajados en nuestra inconsciencia. Un líder como Trump nos recuerda que el bien como el mal no son sino potencias humanas y que nunca habrá una batalla final que decida el vencedor. Que para llegar a ser lo que soñamos ser no queda otra que salir del ensueño con el que nos narcotizan los líderes benéficos y despertar. Trump se sienta a su mesa presidencial con el ceño fruncido, amenazando con los ojos, con la boca, con el enhiesto flequillo, con un índice de la mano derecha señalando el camino del despido a los bad hombres. Trump se rodea de su familia e imprime con trazos enérgicos su firma al pie de los decretos de sus órdenes presidenciales. Trump, con su pelo amarillo y sus largas corbatas, badajos hipertróficos, se sienta rodeado de sus ministros y sus generales que, de pie y circunspectos, contemplan extasiados cómo con trazo imperioso, asesinando el grueso papel de mando, marca negras órdenes con su negra firma de presidente de los EE UU. Después, levanta el documento firmado, lo voltea hacia las cámaras para que sus electores, este 48% de los electores que comparten vísceras con su presidente puedan ver cómo sus palabras se han convertido en hechos, hechos negros marcados con sangre negra que provocan lágrimas negras. Es un hombre de palabra y sus votantes rugen de entusiasmo. Y ruge también Le Pen. Y ruge Farage. Y ruge Orbán. Y rugen todos los hombres y mujeres que creen que por fin ha llegado un mesías con suficiente testosterona para poder imponer el orden, el trabajo y el America first, cualquiera que sea el significado de esto último.

Uno de los decretos firmados por Trump autorizan la construcción de dos oleoductos vetados por Barack Obama en nombre de la lucha contra el cambio climático. Vamos a construir los oleoductos y a crear puestos de trabajo como en los viejos tiempos, el ecologismo está fuera de control, ha dicho Trump. Uno de los oleoductos transcurrirá desde Alberta (Canadá) hasta Nebraska. La tribu de los Sioux protesta airadamente pues teme que el trazado del oleoducto a través de sus tierras sea una amenaza de contaminación para sus praderas, sus bosques y sus lagunas. Franz Kafka, literatura encarnada que anticipó los grandes horrores del siglo XX, escribió en torno al año 1910 El deseo de ser un indio, un minúsculo y extraordinario relato con el que los kantianos, que priman la razón sobre las vísceras y el nacionalismo, pueden exorcizar a Trump: "Si pudiera ser un indio, ahora mismo, y sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire, estremeciéndome sobre el suelo oscilante, hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas, y sólo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo".

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