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Norberto Alcover

Teresa de Calcuta

Todo este asunto de la santidad tiene resonancias extrañas en el corazón humano. En primer lugar porque no acabamos de precisar qué se esconde bajo esta palabra tan manoseada y, cada vez más, incomprendida. Pero también por la pluralidad de ejemplos que tal expresión acoge bajo idénticas letras. Teresa de Ávila es santa. Teresa de Lisieux es santa. Y ahora mismo, Teresa de Calcuta también es santa. Diferentes, y hasta el punto de que, en ocasiones, quien se muestra partícipe de una de las tres santas, puede mostrarse reticente ante las otras dos, entre otras posibilidades. Repito que este asunto de la santidad tiene resonancias extrañas en el corazón humano, que es quien manda toda vez que se trata de opinar sobre cualquier persona digna de algún crédito social. Pensar es, aunque no lo parezca, bastante fácil, pero dejarse seducir, llegar a amar, incluso seguir a alguien en los avatares vitales, todas ellas cuestiones cordiales, es mucho más difícil. Manda el corazón en esto de la santidad, como en tantas otras cuestiones del ser humano. Más si estamos ante algo que relaciona al propio ser humano con el misterio de Dios. Que es algo de enorme envergadura, casi sobrehumano. Santidad tiene nombre de complejidad. De infinita complejidad. Complejidad posible.

Ahora mismo, en determinados ambientes humanísticos y no menos teológicos de envergadura, la santidad de Teresa de Calcuta se pone en tela de juicio por su naturaleza "compasiva" pero mucho menos "combativa". De otra manera, ante el dolor, la miseria, la marginación humana, dicen algunos, de nada vale acudir en defensa de ese dolor, de esa miseria, de esa marginación en cuanto tales, porque lo urgente y necesario es trabajar, luchar, comprometerse históricamente con el siempre difícil "cambio de estructuras" institucionales. Porque, se añade, si dedicas la vida a lo primero, a proceder compasivamente, pero dejas de modificar el orden establecido, del todo indigno de cualquier dignidad humana, entonces das razones para que el mal siga abriéndose camino y hasta ahora los sinvergüenzas encuentren razones ulteriores para justificar su malhacer, su prepotencia, en fin, su crueldad, hasta hacerla cada vez más compacta y en aumento. La compasión, se dice en muchos ambientes, es cuestión de apocados, débiles, miedosos para dar la cara en el terreno peligroso de la estructura histórica. Les aseguro que algunos años atrás, yo mismo mantuve este punto de vista, puede que influido por el ambiente intelectual y no menos teológico. Tal vez algún lector recuerde artículos al respecto. Todos tenemos un pasado muy pesado. Siempre hay un tiempo para la equivocación, que solamente la experiencia cura y pacifica. Sin embargo, Teresa de Calcuta practicó "la revolución de la compasión". Es decir, invitó, tras hacerlo ella misma, a un cambio de la sociedad fundado en la aproximación al dolor, a la miseria, a la marginación, tres situaciones humanas en su estado más primitivo. Una aproximación sin contención, a tumba abierta, convencida de que las grandes hazañas estructurales comenzaban por ahí o acababan por reproducir los males pretendidamente objeto de la lucha estructural. Todos sabemos que es así, sin necesidad de poner ejemplos concretos para evitar la ideologización del texto. Y es que Teresa de Calcuta había descubierto, precisamente en esa ciudad, la rotunda precariedad del ser humano y la urgencia de acudir en su ayuda para, sin más, acompañarle en su quebranto e intentar evitar lo peor: la soledad humana en el sufrimiento. Y si además fuere posible, trabajar para devolver un mínimo de dignidad al dolorido, al miserable, al marginado. En otras palabras, ya cristianas, al hermano que sufre injustamente. Porque todo es de todos, y nadie puede apropiarse de lo que el otro necesita. Las monjas de Teresa de Calcuta se han dejado de melindres para meterse en el barro del mundo, sufrir con los sufrientes, muchas veces sangran con los heridos física o moralmente, y en fin, acompañarles a la hora de entregarse a la muerte. Con una compasión que proviene, y éste es su misterio, de una identificación hondísima con Jesucristo crucificado. Ese crucificado que tantas personas desprecian en la actualidad porque les parece una exageración y hasta un culto equivocado. Despreciar a Teresa de Calcuta por el seguimiento del crucificado en los "crucificados de la historia" es tal insensatez que nos conduce a preferir las revoluciones estructurales en perjuicio de esa otra revolución compasiva pero sobre todo al alcance de cualquiera.

Porque Calcuta está en todo lugar. Porque en Palma también está Calcuta. Porque dedicarse a luchar políticamente por cambiar tantas estructuras injustas es absolutamente necesario. pero hacer esto sin aproximarse al dolorido, al misérrimo, al marginado, puede llegar a ser una forma de esconder la propia dureza de corazón, el pánico a que los impotentes sociales nos miren a los ojos, o, lo que es peor, a reconocer nuestra incapacidad para experimentar el aniquilamiento del otro en nuestra propia prepotencia. Es demoniaco ser capaces de convertir una acción tan positiva en una excusa para no reconocer nuestra propia incapacidad de amar "de cerca", sin distancias, cara a cara.

Decíamos que la santidad tiene extrañas resonancias en el corazón humano, y que por ello mismo, algunos censuran la forma de santidad de Teresa de Calcuta. Al final de estas líneas y tras haberlas vivido en mis propias carnes, afirmo que, en nuestra Palma, en nuestra Europa, la revolución pendiente por supuesto es estructural, política y económica, pero a la que todos estamos llamados sin excusa posible, es a esa revolución compasiva, que aletea en tantísimos voluntarios y en tantísimos cristianos que están a los pies de los demás con auténtica abnegación de sí mismos. Esta es la santidad urgente y posible. Esta es, a demás, la mejor humanidad que se nos es dado practicar. Y me niego a olvidar esa "iglesia samaritana" que tantísimo urge Francisco, y que tantos de nosotros proclamamos como "la justicia que brota de la fe". De una fe misericordiosa.

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