Uno de los procesos que más desconfianza suscitan sobre el género humano es el nacimiento y desarrollo de los fascismos europeos durante el primer tercio del siglo pasado. Las sociedades más cultas del planeta, las que habían escalado teóricamente las mayores cimas de la civilización occidental, se abismaron en ideologías totalitarias que no sólo dieron rienda suelta a sus propensiones imperialistas sino que, en un rapto de amoralidad sin precedentes, llevaron a cabo la mayor matanza salvaje de personas de la historia, basándose en inconcebibles criterios raciales, en contradicción con toda la tradición humanista acumulada, con las religiones del Libro y con la propia ley natural. Los historiadores no han conseguido explicarse aquella deriva. Y es cierto que, para tratar de evitar cualquier reiteración de aquel oscuro dislate, magnánimas iniciativas consiguieron al término de la Segunda Guerra Mundial emprender un proceso de unidad europea que vinculase a todos los países en un único interés y alejase el riesgo de reproducción del antiguo conflicto entre reconcentrados nacionalismos. Pero cuando esta operación de encuentro y síntesis parecía haber fructificado con éxito? el Reino Unido ha echado por la borda todo el esfuerzo saliéndose abruptamente del crisol solidario de la Unión Europea. Y si la empresa europea se ha quebrado inexplicablemente por la parte más inesperada, ¿quién puede garantizarnos que no tendrá lugar otra vez una nueva locura como la que causó la mayor tragedia de la historia de la Humanidad?
