Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

José Carlos Llop

Adiós, Estambul

André Aciman es un escritor egipcio de familia judía afincada en Turquía hasta 1905, año en que se trasladaron a vivir a Alejandría. Allí nació Aciman en 1951 y en su casa, además del árabe y el italiano, se hablaba francés, griego y sefardí. Lo que nuestro Llorenç Villalonga, al construir frases con palabras procedentes de varios idiomas, llamaba un volapuck. Aciman, escribe en inglés, que es la lengua, en el siglo XX, donde han desembocado todas las demás. Y en inglés publicó un maravilloso libro de memorias alejandrinas me lo recomendó el poeta y curator Enrique Juncosa hace años, titulado Out of Egypt. A memoir (traducido en Europa como Adiós, Alejandría). En él cuenta la vida de familia en su ciudad natal y cómo, a partir del nacionalismo de Nasser, se va enrareciendo esa vida cosmopolita de la ciudad hasta convertirse en otra ciudad distinta y asfixiante. No la ciudad que hemos amado en la literatura la de Cavafis y Durrell y que, de alguna manera, nos hizo como hemos sido después, sino una ciudad de la que escapar.

Oriente próximo es un imaginario para Occidente y fue, desde el romanticismo, un refugio sentimental y una actitud estética. Pierre Loti se va a Estambul. Delacroix recorre El Magreb. La lista de escritores y artistas con deriva orientalizante es larguísima. Pero el palestino Edward Said que vivía en Inglaterra consideraba el orientalismo una forma de colonialismo. Si lo fuera, cosa que no creo, lo sería de la misma forma que lo es el amor: desde la admiración, la celebración y el deseo. Courbet pintó El origen de la vida primer plano del sexo de una mujer para un sultán turco, no para un monarca occidental, y el libro Estambul, de Orhan Pamuk, nos enseñó que las costumbres de la cultivada clase media turca en los sesenta especialmente sus relaciones familiares no eran muy distintas de las nuestras. Siglos atrás, por Venecia se paseaban los altos e hinchados turbantes, los jenízaros hicieron temblar la Viena imperial y Bizancio siempre fue la memoria de otra Europa que no pudo ser.

Todo esto menos los jenízaros se ha acabado esta semana con el golpe de estado en Turquía. No el golpe frustrado de los militares, sino el que han puesto en marcha el presidente del país y sus mezquitas. Algo que viene de más atrás y no se improvisa en una noche de confusión sino en fríos despachos y con tiempo. Las decenas de miles de depurados y detenidos en todos los estamentos profesionales de la sociedad especialmente la urbana e ilustrada, como en Alejandría son la muestra de un plan preparado de antemano y destinado a eliminar cualquier signo de querencia europea, o de aprecio y convivencia entre ambas culturas: cualquier signo, en fin, de diferencia con el pensamiento ahora dominante en Turquía. No la desarticulación democrática de un golpe militar. Las fotografías de la represión en la calle son escalofriantes y el experimento que inició Ataturk ha durado un siglo. Así lo tratarán los libros de texto: como un paréntesis experimental y, probablemente, contra-natura. De la Sublime Puerta al Gran Cerrojazo.

Estamos, pues, contemplando el fin de una civilización y quizá lo de Estambul también sea simbólico de un final superior al suyo propio: otro fragmento del fin del mundo tal como lo conocimos. Todo pasa muy deprisa ahora y pienso en el poeta José María Álvarez, que tantos atardeceres estambulíes ha descrito en sus poemas. Pienso en Nieve, otra vez Orhan Pamuk, la novela donde se respira, inquietante, la migración del interior turco atrasado y creyente sin más hacia las ciudades antiguas de costumbres modernas y en cómo esa migración campesina se ha infiltrado, de mano de clérigos y políticos islamistas, en la Administración y en algunos departamentos universitarios y en esas ciudades viviendo en ellas pero no amándolas, para abandonarlas a su decadencia y así olvidarlas mejor. Para mejor olvidar lo que fueron, quiero decir, y reinventarlas de nuevo, no precisamente modernas, ni abiertas.

Todos amamos Estambul, hayamos estado en ella o no. Los primeros, los estambulíes, que han visto cómo poco a poco la ciudad les era arrebatada. La amamos antes de que Pamuk escribiera su libro inolvidable. La amamos en las novelas de Eric Ambler y en las de John Le Carré. En la literatura de Tanpinar y de Mario Levi y en las fotografías del armenio Ara Güler. En el cine de Nuri Bilge Ceylan y en la realidad de los viajes. El puente de Galata o el barrio de Beyoglu nos son tan familiares como El Trastevere o Le Marais. Y la sensación ahora es de pérdida. Otra más. Una pérdida que, aún siéndolo y grande, nunca será tan grave como la de los propios estambulíes que han crecido en la ciudad retratada por Tanpinar y Pamuk. ¿Será posible, a partir del domingo pasado, vivir como en El libro negro o en El museo de la inocencia? Sabemos aunque no queramos decirlo en voz alta, por si acaso que no. Que ya no y que, probablemente, nunca más.

Cuando empezamos, por edad, a ser memoria, nos resistimos a que todo vaya convirtiéndose, precisamente, en memoria. No queremos espejos, sino paisajes distintos a los que conocemos. Queremos que exista la posibilidad al menos la posibilidad de refugios sentimentales y Orientes varios. Queremos que lo que pudo ser, de alguna manera sea. Queremos que lo construido con dificultad y durante años, no se derrumbe y desaparezca. Y en cambio vivimos un tiempo donde todo son signos de lo contrario. Lo ocurrido en Turquía esta semana subraya y acentúa este tiempo de demolición. La ceremonia de los adioses continúa. De Alejandría a Estambul. De lo grotesco del Brexit británico a lo trágico del autogolpe turco. Y nosotros, en medio y heridos por el yihadismo y por nosotros mismos, cada vez más frágiles, ignorantes y narcisistas, viviendo entre sombras donde nada bueno se vislumbra. Como dice uno de mis mejores amigos, que nunca, nunca, pierde el humor: "Lo contentos que deben estar los chinos, los indios y los coreanos".

Compartir el artículo

stats