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Jose Jaume

El Gobierno vulnera el parlamentarismo

Es parte indisoluble de la letanía gubernamental: la democracia española es de calidad, está firmemente asentada, soporta holgadamente las comparaciones con las más añejas de Europa, incluida la británica. Ese ha sido y es el constante martilleo verbal blandido tanto por el presidente Rajoy, la vicepresidenta Sáenz de Santamaría y algunos ministros, entre ellos el lenguaraz de Exteriores, García Margallo. La pregunta deviene obligada: ¿es la española una democracia parlamentaria de calidad y homologable con las de Europa occidental (las del este, las del antiguo bloque comunista, son manifiestamente mejorables) o sus carencias la lastran dejándola en la mediocridad? Habrá que convenir que esa mediocridad es la norma, acentuada desde las elecciones del 20 de diciembre, pero evidente desde que el PP ganó por mayoría absoluta el 20 de noviembre de 2011.

¿Qué razones no hacen homologable el parlamentarismo español con el británico? Esencialmente el notorio desprecio al Congreso de los Diputados exhibido por el Gobierno durante la legislatura, desprecio llevado hasta el paroxismo desde que estando en funciones se niega a rendir cuentas ante la Cámara surgida de las elecciones. Cuando un gobierno dispone de la mayoría absoluta, a lo que se ve es inevitable que considere al parlamento una simple sucursal del Consejo de Ministros encargado de ir validando las leyes que le envía. Disponiendo de la mayoría absoluta, al ejecutivo de turno tener que someterse al control de la Cámara le supone una molestia que solventa con lo que en lenguaje taurino se denomina faena de aliño. De lo que se trata es de salir del paso sin esfuerzo. Al tener el control de la Cámara, la oposición carece de facto de los mecanismos que la legislación le reconoce. No hay nada que hacer. En la legislatura de Mariano Rajoy es lo que ha sucedido: se ha ignorado al Congreso de los Diputados.

Lo que a nadie se le ocurrió cavilar es lo que está aconteciendo: el Gobierno en funciones negándose a someterse a la fiscalización del Congreso de los Diputados surgido de las elecciones, en el que el PP es simplemente la minoría mayoritaria y, por lo tanto, no puede disponer a su antojo. Ha sido la vicepresidenta Sáenz de Santamaría la que ha impuesto la antidemocrática e impresentable tesis de que el Gobierno en funciones no está obligado a someterse al control parlamentario porque la Cámara no le ha otorgado la confianza. El empecinamiento gubernamental es tal que el Congreso de los Diputados se ha visto en la tesitura de tener que plantear el correspondiente conflicto de competencias ante el Tribunal Constitucional. El tribunal de garantías, politizado hasta la náusea, decidirá cuando la cosa no tenga remedio. Lo decisivo estriba en que han transcurrido cuatro meses desde las elecciones sin que el Gobierno de Rajoy rinda cuentas donde debe de hacerlo: el Congreso de los Diputados. Si vamos nuevamente a elecciones, la llamativa e irritante anomalía se prolongará probablemente hasta finales del verano. ¿Es eso el paradigma de una democracia de calidad?

Lo que sucede está inédito en la historia del parlamentarismo español. Ni en el convulso siglo XIX ni en la primera parte del XX ha ocurrido algo similar. Hasta la Guerra Civil de 1936, salvo en los períodos de dictadura, que los hubo, aunque ninguno tan largo y cruel como el del general Franco, se despreció al parlamento como ahora hace el Gobierno de Mariano Rajoy con el Congreso de los Diputados. Historiadores y constitucionalistas analizarán la anomalía que vivimos, la profunda vulneración de las normas democráticas que lleva a cabo el Gobierno de las derechas españolas, que, ante la incapacidad de la heterogénea mayoría alternativa que hay en el Congreso, pero mayoría, en ponerse de acuerdo para enviar a la oposición al PP, se mantiene en sus trece: no se somete ni se someterá al control de la cámara. Uno tras otro, los ministros en funciones no comparecen ante sus respectivas comisiones; una y otra vez, Mariano Rajoy niega el derecho de los españoles a conocer sus decisiones; las toma en funciones, pero decide. La maniobra de la vicepresidenta, de los abogados del Estado que la secundan, es una autoritaria y retorcida interpretación de la ley, una maniobra indigna de quien afirma defender siempre y en todo momento la democracia parlamentaria.

Observemos los postreros acontecimientos derivados de la divulgación de los papeles de Panamá: el primer ministro británico, David Cameron, directamente concernido por los mismos, ha comparecido ante la Cámara de los Comunes para reconocer su parte de culpa, disculparse y someterse, por supuesto, a la fiscalización de la oposición. Esa sí es una democracia parlamentaria de calidad. Cameron no ha rehuido su deber democrático. En España, el ministro de Industria José Manuel Soria, después de encadenar una ridícula sarta de mentiras, ha renunciado para ahorrarse el trago de tener que acudir al Congreso de los Diputados. El presidente Rajoy, que es quien lo nombró, quien dijo en una entrevista que se sentiría responsable solo si alguno de sus ministros era pillado en falta, no ha ofrecido ninguna explicación y rechaza acudir a la cámara para darla. Esa no es una democracia parlamentaria de calidad; esa es una democracia carcomida, deteriorada por la acción gubernamental, llevada hasta más allá del límite de lo tolerable.

Ese acusado deterioro podría solventarse si los partidos políticos que reúnen la mayoría parlamentaria aceptasen que no puede continuarse de tal suerte. PSOE, Podemos y Ciudadanos han sido capaces de unirse para denunciar la actuación del Gobierno llevándolo al Tribunal Constitucional. Al no fletar un gobierno alternativo se hacen corresponsables de la vulneración de las normas básicas de la democracia parlamentaria. Parece que persistirán en el error, darán por bueno lo que sucede y aceptarán que se prolongue hasta que, después de las elecciones del 26 junio, que serán convocadas si el dos de mayo no hay gobierno, surja una nueva mayoría. Es lo que aguarda Rajoy, que, agazapado, confía en que irónicamente el deterioro le salve de la quema.

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