Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Gracias por la seguridad

Claro que hay sarcasmo en el título de esta columna. Y, sin embargo, saber que estamos permanentemente controlados no nos afecta en demasía. No sólo se trata de las cámaras que vigilan nuestros movimientos, sino de multitud de pequeños detalles. Ofrecemos nuestros datos al gran estómago de la estadística para que nos digiera y, en el peor de los casos, nos regurgite como cuerpos extraños que el aparato no admite. De acuerdo, nos quejamos, ponemos el grito en el cielo y exhibimos nuestras lecturas foucaltianas. Aun así, hemos llegado a un punto preocupante: en el fondo, deseamos que nos vigilen, estar a todas horas bajo control. Las cámaras, en lugar de representar una amenaza para nuestra libertad, han acabado siendo estrechas compañeras sin las cuales nos sentiríamos desamparados, inmersos en una soledad gélida. Nos comportamos ante ellas como buenos alumnos, cuya obediencia conmovería a cualquier sacerdote taimado y celoso de su dócil rebaño. De vez en cuando, miramos de soslayo a esas cámaras que habitan en los cajeros automáticos y en la mismísima calle, entre temerosos y deseosos de cumplir con nuestro deber ante su presencia. No vayamos a salir feos o con cara de culpables.

Hemos asumido nuestro papel de mansos. También sabemos que las tarjetas de crédito son otra trampa. Cada pago que efectuamos deja un señuelo. De ahí que, más pronto que tarde, pagar con dinero líquido acabará siendo una auténtica extravagancia, una costumbre arcaica. Pagar en líquido tiene los días contados por esta razón. Sin embargo, gracias al uso de la tarjeta de crédito uno va dejando su nombre y sus datos por todas partes. Y, por tanto, un paisaje repleto de pistas. Las cámaras de vigilancia han dejado de molestarnos. Ahora las necesitamos y las exigimos. Queremos que nos miren. Nos estamos convirtiendo, cómo decirlo, en sus más fiables colaboradores. Exigimos su presencia como si fuéramos enfermos debilitados que, al no confiar demasiado en nosotros mismos, necesitamos un ojo vigilante, sentirnos acompañados. El mito de la seguridad está siendo devastador. Nos dejamos hacer cualquier cosa con tal de sentirnos seguros. Es el Estado que vela por nosotros. Pero el ansia de seguridad es infinita, y el miedo ya está dentro, se ha colado en los domicilios y en nuestros cuerpos. Toda seguridad es poca, nos decimos sin mucha convicción, sabiendo en el fondo que ya hemos renunciado a la aventura. La comodidad que nos venden como un sucedáneo de paraíso no deja de ser otra dulce trampa para perpetuar el control del cuerpo amodorrado que ya somos. Seguridad y confort van de la mano para que acudamos en masa al pesebre. Estamos asépticamente fichados, y ya nos da un poco igual. Más aun: sentiríamos un incómodo vértigo si supiéramos que nadie nos está observando, que nuestros pasos no los mide nadie. El pánico a un supuesto extravío nos hace seres entregados y siempre dispuestos a ofrecer nuestras muñecas para que éstas sean esposadas.

Lo sé, estoy siendo hiperbólico y un tanto peliculero, aunque vaya usted a saber si en el fondo, pues hay detalles que siempre se escapan, no me estaré quedando corto.

Ahora bien, tal vez una de las mejores formas de ocultarse en la actualidad no sea precisamente ir a zonas de penumbra, sino convertirse en pura transparencia. ya saben, la desnudez poerpetua acaba por velar la propia desnudez a fuerza de visibilidad. Lo transparente, en efecto, acaba por confundirse con el paisaje y, por tanto, por dejar de verse y, en consecuencia, por esquivar la vigilancia. En fin, tácticas del animal humano. Y, sin embargo, no podemos pasar por alto un artefacto como el dron, pequeño helicóptero silencioso que ahora mismo puede estar sobrevolando nuestras cabezas pensantes o no pensantes o a la altura de la ventana de nuestro dormitorio para comprobar si estamos durmiendo, tenemos la cama deshecha, estamos copulando, jugando con nuestros hijos, haraganeando o cualquier actividad que, en principio, no debería importar a nadie salvo a uno mismo. Y si se nos ocurre denunciar al intruso cotilla, siempre habrá alguna explicación que convenza a unos y a otros no nos convenza en absoluto: "estamos en periodo de prueba y queríamos saber si usted está seguro en su casa. También hemos detectado posibles amenazas de atentado y, por supuesto, nuestra misión es velar por su one more time, baby seguridad. Sólo nos queda decir: "Gracias por pensar en mí, qué haría yo sin ustedes".

Compartir el artículo

stats