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Prohibido aparcar

Los vecinos del barrio de La Seu están que trinan con esta última medida tomada por el ayuntamiento de Palma, que consiste en la supresión de las veintiséis plazas de aparcamiento situadas en el mirador de la catedral. Desde un punto de vista estético, la medida parece razonable. Cualquier turista o paseante agradece la ausencia de automóviles. Ahora bien, resulta que este barrio todavía no es un barrio muerto, aunque a ciertas horas lo parezca, sobre todo cuando las masas de turistas han abandonado el lugar después de haberlo atascado durante horas, adheridos como lapas a las tiendas de souvenirs, que proliferan como hongos en los alrededores de la misma catedral. Si en verdad, el ayuntamiento quiere salvar el santo edificio y sus alrededores, en lugar de robarles a los vecinos esas plazas de aparcamiento podría muy bien deshorterizar o descutreizar valgan ambos neologismos el barrio catedralicio, que por vender se venden hasta camisetas de Messi y sombrerazos mexicanos, ándele, nomás.

Los vecinos, además, se quejan de un agravio comparativo con respecto a las plazas de aparcamientos reservadas a los coches oficiales. Y no sólo eso: la alternativa que Cort les ofrece a los residentes es la adquisición de un bono anual que cuesta la friolera de 690 euros, cuando en la actualidad pagan una suma de 24 euros al año. A no ser que pretendan convertir el barrio, ahora ya sin pudor ni complejos, en un museo al aire libre y, por tanto, la presencia de automóviles le restaría al museo la dignidad requerida. Pero lo cierto es que en ese barrio, según tengo entendido, viven y trabajan personas que nada tienen que ver con el imaginario colectivo, que suele visualizar a nobles reumáticos y ociosos que pasean su tedio por las umbrías calles de la zona y, por supuesto, desdeñan esa cosa tan vulgar como es el hecho de poseer un coche, pues jamás se rebajarían a semejante humillación: ser un vulgar conductor. Por supuesto, que el mirador de la Catedral gana con la ausencia de vehículos, pero para compensar a los vecinos y residentes del barrio no estaría de más ofrecerles una alternativa decente, y no este atropello. Por no insistir en los privilegios de quienes se autoproclaman servidores del pueblo, esto es, los políticos de turno. Ellos sí pueden estacionar los coches oficiales en la zona. Si esto no es un agravio comparativo, que vengan los ordenadores urbanos y el concejal de Movilidad y lo vea. A no ser que, con esta medida, el ayuntamiento les envíe un mensaje sutil a los residentes que les disuada de vivir en semejante barrio. Cómo se les ocurre.

El error acabará siendo de los propios vecinos por mostrarse tan recalcitrantes en su manía de habitar un barrio que, en fin, ya debería de ser un museo en el que se pagase un billete de entrada y disfrutar, al atardecer, de la alucinante visión de un noble apesadumbrado por el deterioro y masificación de un barrio que parece más un parque temático que otra cosa. Si Cort persiste en su tarea ordenadora, que envíe a algún guardia municipal en las horas punta para que dirija el tráfico y libere atascos, en este caso no a causa del tráfico rodado, sino del masivo tráfico humano que tapona cualquier intento de movilidad, no ya del coche, sino del simple peatón. Por no circular, no se puede ni circular ni a pie. Tal vez, ahora sería el momento idóneo para que los turistas, en vez de apelotonarse en una confluencia de calles demasiado estrechas para tanto visitante, salieran a ese mirador ya liberado de automóviles y arrobados se entregaran a la cegadora visión del mar tras haber invertido un par de horas en la penumbra diocesana. Ellos, los turistas, lo agradecerían. Y los vecinos, ni les cuento.

Como ven, yo también puedo ejercer el papel de reordenador urbano. Todo es ponerse. Lo que sí está claro es que en este barrio continúan, mire usted por dónde, viviendo personas que no pueden o no quieren irse, con perdón, a otro barrio. Aunque pronto acabarán comprendiendo que el error es suyo por habitar un barrio que muchos perciben como museo al aire libre. Y los museos, cuando llega la noche, se vacían. Pero si miran con atención, descubrirán luces en las ventanas. No lo duden, en este barrio hay gente que vive y trabaja y tiene utilitarios que debería poder estacionar. El día que no quede nadie, entonces sí, pagaremos una entrada y lo visitaremos como si fuese el Pueblo Español. Por supuesto, siempre a pie. Los residentes del barrio catedralicio son vecinos de Palma que van y vienen, en fin, que se mueven. No meros figurantes.

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