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Antonio Papell

Caótico PSOE

Este miércoles, cuando Pedro Sánchez fue a Moncloa a mantener una primera entrevista con el líder del partido que ganó las elecciones generales, su posición estaba completamente hipotecada por la riada de declaraciones de los principales líderes territoriales de su partido. Susana Díaz, Ximo Puig, Guillermo Fernández Vara y Emiliano García Page ya se habían explayado a conciencia sobre la absoluta inconveniencia de cualquier entendimiento con el PP y sobre lo inadmisible de intentar cualquier aventura con Podemos. En su rueda de prensa posterior al encuentro, Pedro Sánchez recordó con buenos modales a Susana Díaz y demás opinantes que la política del PSOE la marcan la ejecutiva federal y el secretario general. Pero la pugna ante ciertas ambiciones desaforadas es estéril y el daño está ya hecho: Sánchez ya llegó al 20-N entre comentarios impropios de sus conmilitones sobre la conveniencia de que continuase o no al frente del partido, y él mismo ha tenido que manifestar demasiadas veces que su intención es permanecer.

Es obvio que los partidos son organizaciones democráticas unos más que otros, que la libertad de expresión es vital en política y que la crítica es el motor del progreso político. Pero dicho esto, también es evidente que un partido que no quiere suicidarse no puede mantener sistemáticamente a su líder en la zozobra. Lo sensato es potenciar el liderazgo mientras existe, y aplazar las polémicas y hasta las pugnas cainitas al momento de la renovación.

Los barones socialistas con mando en plaza son en todo caso muy dueños de opinar lo que gusten sobre Pedro Sánchez y están en su perfecto derecho de conspirar contra él o a su favor cuanto les plazca. Lo que ocurre es que este país está en una delicada encrucijada, de la que el PSOE es también corresponsable, y la salida del atolladero requiere cierta altura de miras de los cuatro partidos que en esta ocasión se han repartido la representación popular. Y la ciudadanía vería con muy malos ojos que las querellas internas de estas organizaciones el PSOE en este caso impidieran aquí soluciones que serían normales en Europa. Porque no tiene sentido que el PSOE diga que jamás pactará con el PP ni con Podemos y que acto seguido se declare contrario a celebrar nuevas elecciones, que, efectivamente, serían un serio desaire a la soberanía popular.

Estas líneas no tienen por objeto proponer, ni mucho menos, algún camino al PSOE (aunque la disyuntiva es evidentemente pactar con el PP o con Podemos) pero sí llamar la atención de que el descarte de ambas posibilidades sólo sería decente y aceptable después de haber sondeado y valorado profundamente cada una de ellas. Porque en Alemania el socialismo gobierna apaciblemente con la derecha sin que se hayan hundido los cielos y en Portugal con los populistas sin que se haya despeñado el país.

El hecho de que exista la previsión constitucional de que si en un plazo determinado desde la votación de la investidura no se consigue formar gobierno haya que convocar nuevas elecciones no significa que la aplicación de esta pauta no sea un colosal fracaso de la política. En circunstancias normales y las nuestras lo son, bien distintas de las que caracterizan la realidad autonómica catalana, por cierto, el PSOE y los demás partidos deben trabajar activamente para conseguir acercamientos que, al menos, permitan llevar a cabo las grandes reformas consensuadas que requiere este país, y que podrían resultar más fáciles si finalmente se lograra un ejecutivo instrumental de amplia base, encargado de llevar a cabo en un plazo prefijado la regeneración democrática, la reforma constitucional y la reforma de la legislación electoral.

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