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Antonio Papell

Cuarenta años de Monarquía

Tal día como hoy de hace cuarenta años empezaba a reinar Juan Carlos I, dos días después del fallecimiento de Franco. Se había cumplido lo dispuesto en el legado testamentario del dictador, y el nuevo rey ocupaba la jefatura del Estado en medio de grandes susceptibilidades internas e internacionales. El país, anonadado por tantos años de despolitización, alentaba inconcretas pretensiones democratizadoras; el régimen se dividía entre el búnker, que aspiraba a la inviable continuidad, y los reformistas, dispuestos a contribuir al cambio; y la oposición, exigua peor bien dotada política e intelectualmente, llegaba con la aspiración de erigir desde cero un régimen nuevo, una tarea difícilmente realizable en aquella coyuntura y con los escasos mimbres que portaban quienes salían de las catacumbas, básicamente el PCE.

La historia es conocida pero conviene relatar su hilo conductor: el rey Juan Carlos, bien asesorado por un pequeño grupo de leales con Torcuato Fernández Miranda al frente, decidió plantear la transición como un cambio profundo, integral, que fuese de la ley a la ley, sin rupturas ni vacíos intermedios. Tras depositar su confianza en un perfecto desconocido, Adolfo Suárez, el joven monarca consiguió aunar voluntades en torno a un sencillo procedimiento que consistió en la legalización de los partidos, la aprobación en referéndum de una ley para la Reforma Política que laminaba el modelo franquista, y la elección de unas cortes constituyentes que alumbraron la Constitución de 1978, lograda mediante un admirable y amplísimo consenso.

No fue un proceso perfecto pero resultó funcional y, sobre todo, incruento. Dio lugar a una sincera reconciliación que no puede ponerse en duda -la condescendencia de todos ante los agravios recíprocos encerró una incuestionable grandeza-; resolvió por un largo periodo de tiempo el viejo problema territorial, redivivo cuando se aflojaron las cinchas franquistas; y engendró un régimen democrático impecable que fue la admiración del mundo, tan solo ensombrecido por la horda etarra, que a punto estuvo de hacer naufragar el sistema.

Lógicamente, el rey había pasado a ocupar la función arbitral y simbólica que le corresponde en las monarquías parlamentarias, y don Juan Carlos desempeñó el cargo con gran abnegación y extraordinaria lucidez durante muchos años, hasta que, llegada la decadencia, tuvo el buen tino de abdicar cuando correspondía. Y consiguió para la monarquía un aprecio popular objetivo que, aunque a punto estuvo de quebrarse al estallar el 'caso Urdangarin' y al descubrirse algún otro desliz, se ha mantenido en el tiempo y hoy ha heredado Felipe VI. Don Juan Carlos contribuyó sin duda a forjar la buena imagen de España en el mundo y ha sido sin lugar a dudas un factor de estabilidad, una referencia institucional en un país complejo en que es difícil hallar los vértices comunes. Por suerte, Felipe VI ha emprendido su reinado con postulados semejantes, fiel a sus limitadas pero relevantes funciones, empeñado en ser elemento de cohesión y fibra conectora entre sensibilidades.

Por supuesto, este país sigue sin ser monárquico pero tampoco se ha afirmado ni poco ni mucho una opción alternativa. Don Juan Carlos atrajo muchas voluntades a título personal, lo que parecía comprometer la sucesión, pero ésta ha sido un éxito si hay que creer en las valoraciones sociológicas y en la evidencia que se constata a diario a través de los medios. En cualquier caso, la monarquía ha recuperado plenamente el papel discreto, unitivo y constructivo que le corresponde, y que contribuye a dar visibilidad a esta nación diversa que tantas dificultades tiene para integrar las diferencias y para compatibilizar los sentimientos de pertenencia.

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