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Rispetto!

Cuando alguien dispone de tan solo tres horas y media en una ciudad como Roma, se encuentra en una bendita disyuntiva. O visita una -a lo sumo dos- de sus maravillas, o decide callejear simplemente para deleitarse con la portentosa arquitectura de la Ciudad Eterna. No hace mucho me encontraba ante tal dilema, cuando acudió a mi mente el poema 'Gato Romano', en que José María Álvarez suspira por la vida de los felinos de la ciudad: '(...) Qué hay como desperezarse por tus Foros, luego una buena sombra al pie del Panteón, y ahí es nada rascarme contra una columna de Bernini, una fachada de Maderno (...)'. Así que decidí imitar lo que habría hecho el Gato Romano en mi lugar: deambular sin ofrecer resistencia a los placeres de la cuna del Imperio.

Una de las paradas obligadas es la Plaza Venecia, presidida por el monumento a Vittorio Emmanuele II, levantado para honrar a la patria después de la reunificación italiana. Una estampa me llamó poderosamente la atención: los turistas se movían por sus escalinatas buscando el mejor ángulo para una fotografía que inmortalizara su paso por allí. Una joven europea y otra asiática trataron de posar para el recuerdo con los brazos extendidos en cruz -sin hacer ningún gesto obsceno o de burla-, pero los carabinieri que custodiaban la plaza hicieron sonar sus silbatos para obligarlas a que la pose fuera más solemne, al grito de 'Rispetto!'. Aún en el país de Berlusconi, sede de la mafia y que nos exportó a Vasile, hay ciertas cosas que no se permiten. Hay símbolos -la patria, personajes o hechos históricos- que no pueden ser menospreciados siquiera por las actitudes festivas de los turistas, ignorantes probablemente de su significado y cuya intención no era -obviamente- faltarles al respeto. Obviamente porque acataron sin rechistar la orden, reconociendo que po-dían molestar sus ademanes.

Es reconfortante comprobar que, hoy en día, la palabra respeto significa todavía algo. Aunque haya que traducirla al italiano. Así que no pude más que sentir envidia por un país que -a pesar de formar parte del selecto club de los PIGS- es capaz de reivindicar que sus monumentos, su historia y sus instituciones merecen unas deferencias que aquí consideramos no sólo totalmente innecesarias, sino pasadas de moda e incluso fascistas. Una no alcanza a ver qué de reaccionario tiene pedir unos estándares básicos de miramiento para con los cimientos de nuestras instituciones democráticas. Pero lo cierto es que en España, día a día, se va socavando el respeto hacia ellas y sus símbolos. Un espectáculo al que asistimos impasibles -en otras democracias sería observado con auténtico terror- hasta que sea demasiado tarde.

Porque se han perdido muchos tipos de respeto. Respeto hacia la ley fundamental del Estado, desde el momento en que un diputado arranca las páginas de la Constitución desde el estrado del Congreso. Respeto hacia el mismo país, desde que uno de los aspirantes a presidirlo decide que es mejor no participar en su fiesta nacional el pasado 12 de octubre. Respeto hacia la propia historia, cuando se afirma no tener nada que celebrar porque se conmemora un genocidio, obviando las respetables costumbres de los nativos americanos de arrancar el corazón en vida a alguno de sus congéneres y el pequeño detalle de que en ningún lugar del mundo en el siglo XV existía el respeto por los Derechos Humanos -sí, en Roma también se engendró un Imperio a base de sangrientas luchas y del que no se reniega-. Respeto por lo que significa un cargo público, cuando se aprovecha en beneficio propio o cuando confundimos el Parlament con Pretty Woman. Respeto por el mínimo decoro en mantener aunque sea la apariencia de la separación de poderes imprescindible en todo Estado de Derecho -de facto todos sabemos que en este país hace tiempo que se enterró a Montesquieu- en el momento en que un Ministro de Justicia dice que no se ha imputado a un presidente autonómico para no influir en unas elecciones, aunque ésa debiera ser una decisión que compete únicamente al Poder Judicial. O cuando los jueces de un Tribunal Superior nombrados a instancias de los políticos deciden que Ayala no investiga más los ERE.

Son sólo unos pocos ejemplos de los muchos más que encontraríamos simplemente revisando las hemerotecas. Pero hay una pérdida de respeto que pone en jaque el futuro de la misma sociedad que ha tolerado todas y cada una de estas burlas. Se trata de la última gran aberración educativa en España: que un alumno pueda terminar su enseñanza secundaria sin absolutamente ninguna noción de Filosofía. Una afrenta no sólo a esta materia, sino a los cimientos más profundos de Occidente. A casi 30 siglos de amor por el conocimiento y el raciocinio sistematizados de maneras muy diversas. A quienes nos enseñan a pensar por nosotros mismos y a ser críticos. A la tradición que nos hace libres. Porque no se puede denunciar que estamos dinamitando la valiosa herencia de la Ilustración si desconocemos quiénes eran Voltaire o Rousseau. Puede que vaya siendo hora de que cojamos las riendas de la Ciudadanía de una vez y exijamos, como el policía romano que custodia la plaza Venecia, un poco de rispetto. Y que dejen de tomarnos el pelo.

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