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Antonio Papell

Cataluña, el Rey, el PP y el Gobierno

El Rey, al recibir a Artur Mas en el tono adecuado, ha contribuido a mantener el problema catalán en el ámbito en que debe permanecer a toda costa, el institucional, desalentando de paso a los tremendistas que querrían desencaminarlo y arrastrarlo a perdederos judiciales. Y como se supone que el monarca, que administra la Constitución con exquisita prudencia, debió manifestar a su interlocutor todo lo que resulta pertinente en estos momentos, hay que dar por sentado que el jefe del Estado esta desempeñando con eficacia su papel pedagógico y moderador.

El Gobierno, por su parte, ha emitido las oportunas advertencias no habrá independencia, las elecciones del 27S serán simplemente autonómicas y nada más que autonómicas, y la abogacía del Estado permanecerá atenta a la legalidad de las actuaciones de las instituciones catalanas y se ha dotado esta vez de los instrumentos oportunos, el concreto de la ley de seguridad nacional, pactada con el PSOE hasta en las enmiendas, que ya estará en vigor en septiembre y que permite al presidente del Gobierno utilizar los recursos públicos y dar instrucciones a las distintas administraciones para defender la democracia constitucional en casos singulares. Y sin necesidad de activar el aparatoso artículo 155 de la Constitución.

Hay quien piensa que la parquedad silente e inhibicionista del Ejecutivo, que le ha hecho ir constantemente por detrás de los acontecimientos piénsese en el 9N, ha sido esta vez pertinente, y es posible que tengan razón aunque otros creamos que el problema catalán se hubiera podido controlar y reducir a dimensiones manejables si se hubiera hecho de verdad política, si Rajoy y sus ministros hubieran bajado a la arena a negociar lo que tienen de legítimas y pertinentes algunas reclamaciones catalanas, que forman una realidad que nada tiene que ver con la pulsión independentista que se ha adueñado de ellas con oportunismo. Sin embargo, con independencia de la actuación del Gobierno, es claro que el papel de la formación política que lo sostiene, el Partido Popular, en Cataluña ha sido radicalmente nulo, como lo prueba el hecho de que todas las encuestas presagien para ella un gran descalabro tanto el 27S como en las generales de diciembre.

El PP catalán no lo ha tenido fácil, ciertamente, ya que durante la mayor parte de su andadura ha tenido que contemporizar con un nacionalismo que lograba acuerdos de conveniencias en Madrid (recuérdese que cuando Aznar consiguió pactar con CiU en 1996 para formalizar su investidura, una de las condiciones que impuso Pujol fue la defenestración del vitriólico Vidal Quadras del liderazgo de aquella formación). Sin embargo, en esta última y dramática etapa, el PP ha sido incapaz de ser el instigador de la tercera vía que podía haber desactivado el conflicto. Por ejemplo, exigiendo a Madrid un nuevo modelo de financiación que resolviera alguna de las carencias objetivas del actual, o interviniendo con inteligencia en la cuestión lingüística para no generar problemas donde ya no existen desde hace décadas, o vigilando con delicadeza las decisiones del gobierno central en materia de inversiones públicas, o sencillamente lubricando las relaciones entre Barcelona y Madrid y abriendo cauces entre CiU y el PP.

El PP catalán, representado en el Ejecutivo central por un ministro inapropiado y pésimamente dirigido en Cataluña, no sólo no ha hecho todas estas cosas sino que ha sido incapaz de cristalizar a su alrededor a un grupo significativo de personas con sensibilidad no nacionalista de centro-derecha, de forma que se ha convertido en una entidad irrelevante. Incapaz incluso de sostener un discurso permanente entre la Generalitat y La Moncloa, de evitar la incomunicación sistémica entre ambas instancias, cuya radical confrontación nos está aproximando al abismo.

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