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Joaquín Rábago

Francia: modelo de protección del patrimonio

Pocas naciones están tan orgullosas y ponen al mismo tiempo tanto cuidado en la protección del patrimonio como Francia. Es una delicia recorrer regiones como la bellísima Provenza y ver perfectamente señalizados en cada lugar que uno visita todos sus monumentos, incluso los más humildes.

Junto a cualquier iglesia románica, por pequeña que sea, junto a la ruina de cualquier castillo, junto a cualquier fuente o lavadero antiguos, uno encontrará un cartel explicativo, con la fecha de construcción y otros detalles que pueden interesar sobre su historia. Y, a diferencia de lo que ocurre en España, la iglesia de cualquier pueblecito está siempre abierta al visitante de modo que uno puede entrar en ella en cualquier momento y, aunque no tenga espíritu religioso, gozar al menos unos instantes de la paz que reina en su interior.

En las carreteras o en los pueblos, las rotondas se decoran muchas veces con un simple olivo, unas piedras o unos árboles de cualquier especie sin que, como ocurre entre nosotros, el alcalde haya tenido la ocurrencia de colocar una aparatosa escultura con cargo al presupuesto municipal. Sorprende también muy positivamente la gran profusión de pequeñas oficinas de turismo, atendidas por un personal solícito y políglota, que uno encuentra en sus viajes por cualquier región del país vecino.

No es por supuesto un turismo de sol y playa el que acude a esos lugares, sino que el visitante, de dondequiera que venga, se interesa por la cultura, la gastronomía y la artesanía locales y trata además de preguntar o pedir cosas en el idioma del país sin esperar que le entiendan siempre en la lengua del imperio. Eso hace que los ingresos que proporcionan esos turistas, por lo general de alto nivel cultural, estén mucho mejor repartidos entre la población local que lo que ocurre con quienes vienen a nuestras costas y se aloja en hoteles de los que sólo salen para tostarse en la arena o emborracharse en el bar más próximo.

Es también loable la excelente presentación de los productos de la región, ya sean el jabón de Marsella, el aceite de oliva, los coloridos manteles o los saquitos de lavanda que uno ve en los escaparates de muchos comercios. Hay un gran interés en el país vecino en promover los productos locales, bien se trate de artesanía o de productos manufacturados y que en cierto modo representan un estilo de vida que no se resigna a desaparecer con la globalización.

Tiene por ello mucho sentido que el Gobierno francés acabe de lanzar una nueva apelación, la indicación geográfica, destinada a proteger a más de dos centenares de productos, incluido el antes citado jabón de Marsella, los perfumes de Grasse, los encajes de Calais-Caudry e incluso la boina vasca. Es una extensión de ese nivel de protección, que hasta ahora se limitaba a los productos alimentarios, a los de tipo artesanal, que posean una determinada calidad, una reputación o características atribuidas exclusivamente al origen geográfico.

Según el Gobierno, que quiere fomentar esa medida a nivel europeo y ya se ha presentado una proposición en el Parlamento de Estrasburgo la nueva indicación servirá para preservar las industrias locales tradicionales y contribuirá positivamente a las exportaciones. Decididamente, hay mucho que aprender en materia de turismo de calidad y de conservación del patrimonio de nuestro país vecino.

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