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Desigualdad creciente: un problema político

Recientemente se han hecho públicos los resultados de la encuesta de condiciones de vida 2014, del Instituto Nacional de Estadística, dependiente del ministerio de Economía y Competitividad y un nuevo informe de la OCDE, denominado In it together: Why less inequality benefits all. Ambos vienen a confirmar lo que ya sabemos: las desigualdades internas siguen aumentando en los países avanzados, y particularmente, en España.

Según el INE, el indicador agregado denominado AROPE, que mide el riesgo de pobreza o de exclusión social, se ha situado ligeramente por encima del 29% de la población residente, después de subir dos puntos porcentuales en el último año.

La OCDE resalta que la desigualdad en los países que forman parte de la organización se encuentra en el nivel más alto desde que empezaron a registrarse estadísticas. En lo que hace referencia a España, señala que el aumento en la desigualdad de los ingresos es mucho más notable que en la media de los países que la integran; ello se debe, fundamentalmente al deterioro de las condiciones del mercado de trabajo en amplios sectores de la población y a la debilidad de la protección de los desempleados. La organización anima a reformar el sistema de protección social y el mercado de trabajo, concentrándose en aliviar las dificultades económicas de los más pobres y en mejorar las perspectivas de los parados de larga duración y de los jóvenes. También añade que la pobreza infantil continúa incrementándose, hasta haberse situado en el 21%, cuando la media de la OCDE es del 13%.

El informe destaca la necesidad de mejorar las condiciones de trabajo y critica la creciente proporción de personas que trabajan a tiempo parcial, con contratos temporales o que, en realidad, se auto emplean, puesto que todos estos son factores que incrementan constantemente la desigualdad.

Por ello, debiéramos reflexionar sobre el tipo de trabajos que se están generando y cómo están retribuidos, antes de lanzar las campanas al vuelo después de conocer los datos sobre paro registrado y afiliaciones a la seguridad social en el mes de mayo, porque se ha comprobado que, actualmente, para salir de la pobreza no es suficiente con encontrar un empleo. Se está creando una nueva clase: la de los trabajadores pobres.

Lamentablemente, la ciencia económica no ha dedicado demasiados esfuerzos a estudiar el problema de la desigualdad, aunque no es menos cierto que últimamente ha ido produciéndose un aumento del interés en analizarla con mayor profundidad. La desigualdad creciente es un problema esencial, y no sólo porque para muchos, que no todos sea un problema de índole moral, sino porque los niveles actuales de desigualdad dificultan el crecimiento económico y ponen en riesgo la estabilidad futura. No lo digo yo, lo hace el FMI, además de la ya citada OCDE.

Ante este problema creciente, parece obligado preguntarse qué es lo que está produciendo el aumento de la desigualdad extrema y si la misma es inevitable. La explicación más extendida incide en dos factores: por una parte la globalización de la economía, por otra, los cambios tecnológicos. Ambos fenómenos han hecho que la mayoría de los ciudadanos de los países avanzados sean, ahora, comparativamente menos competitivos que lo eran antes.

Si esta explicación fuera, además de cierta, completa, podríamos concluir que la desigualdad es inevitable en la práctica, ya que es de prever que tanto la globalización como el progreso tecnológico son fenómenos imparables.

La globalización, aunque explique parcialmente el aumento de las desigualdad interna en los países avanzados, ha permitido disminuir la desigualdad global, de forma que, a nivel mundial, hoy existen muchísimos menos pobres que antes de que se iniciara. Y, por otra parte, no sería razonable renunciar al progreso tecnológico. ¿Existen otros factores explicativos?

En lo básico, la desigualdad creciente que estamos experimentando no tiene raíces económicas, sino de índole política. Esto es algo que vienen defendiendo economistas reconocidos como Joseph E. Stiglitz, actualmente profesor en la Universidad de Columbia, y premio Nobel de Economía en 2001, o Robert Reich, profesor en la Universidad de California en Berckley, que fuera secretario de Trabajo con Bill Clinton.

Muy en síntesis, estos profesores defienden que los mercados no son eficientes y que los políticos han modificado su organización y funcionamiento, a través de cambios regulatorios, para otorgar ventajas a quienes están en la cúspide de la distribución de la renta, a costa del resto de la población. Hay quienes intentan explicar las diferencias abismales que existen entre quienes más ganan y quienes menos, en base al funcionamiento del libre mercado; así, las personas cobran en función de lo que el mercado considera que "valen" y, en consecuencia, nada debe hacerse para alterar lo que se les paga, porque es el mercado el que lo ha decidido.

Quienes defienden esto, ignoran la historia reciente. Puede comprobarse que durante los treinta años que siguieron al fin de la II Guerra Mundial la época de mayor prosperidad y mejor distribución de la riqueza que pueda recordarse los salarios medios de los trabajadores con menores ingresos aumentaron, aproximadamente, al mismo ritmo que lo hacía la productividad. Hoy no sucede esto, antes al contrario, las retribuciones del trabajador "medio" crecen por debajo de la productividad, mientras las compensaciones totales de los altos ejecutivos se han multiplicado muchísimo respecto a lo que sucedía hace treinta años. ¿Quiere esto decir que los ejecutivos actuales de las grandes compañías valen, comparativamente, mucho más que sus antecesores?

El problema de fondo no es que, ahora, la mayoría de los trabajadores tengan menos valor que antes; el problema es que el mercado, a través de cambios regulatorios, se ha ido inclinando, progresivamente, para favorecer los intereses de los ricos.

Invertir la tendencia a una desigualdad creciente requiere cambiar las reglas, para que los mercados sean realmente más competitivos y eficientes, los trabajadores tengan un mayor grado de seguridad y de participación en la renta nacional, para establecer sistemas fiscales progresivos, y que persigan el fraude, y para dar un destino al gasto público que produzca una redistribución hacia las capas inferiores. El problema no tiene solución económica, sino política.

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