Diario de Mallorca

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Norberto Alcover

San Romero de las Américas

Semana Santa de 1992. Perkín, un lugar de muerte y rebeldía en El Salvador. Se ha firmado la paz entre el Estado y la Guerrilla. Tras casi tres décadas de sangre y destrucción, los campesinos y militantes pueden celebrar el misterio pascual en libertad y en paz, si bien todavía las metralletas se perciban por todas partes.

Desde la capital, me he trasladado al pueblo baleado y poblado por grafitis de sus líderes y héroes. Sobre todos ellos, destaca una efigie que llena paredes y más paredes: un rostro ancho y sonriente, y estas palabras a manera de titulación, "San Romero de las Américas". Es el grito que más se escucha. Y al amanecer del domingo de Resurrección, comienzan a llegar desde todos los montículos que rodean Perkín, columnas de hombres y mujeres, de ancianos y niños, con cruces y estandartes, mientras cantan canciones religiosas y revolucionarias en una mezcla armoniosa como si se hubiera impuesto la conjunción de lo humano y de lo divino en una polisinfonía de voces que inundan el valle. Abriendo cada una de las columnas, de nuevo el grafiti ya citado: "San Romero de las Américas". Y el rostro sonriente del protagonista.

Quedé helado. No creía lo que contemplaba, y el universitario que fotografiaba dejó de hacerlo para estallar en lágrimas y sollozos, mientras susurraba apoyado en mi hombro unas palabras que ahora cobran su auténtico valor: "Por fin, Dios mío, por fin, la paz de monseñor Romero, por fin?".

Han pasado más de veinte años de aquellas horas que jamás podré olvidar. Han pasado muchos más desde el 24 de marzo de 1980 cuando un tirador de precisión desconocido, disparó contra el entonces arzobispo de El Salvador mientras celebraba la eucaristía y acabó con él. Donde su cuerpo se derrumbó, he tenido el privilegio de celebrar también yo el mismo sacramento una serie de veces, sin cumplir todo lo que entonces prometí de corazón. Como casi siempre. Indagué y llegué a la conclusión de que le asesinaron por defender la causa de los pobres, cuando tantos explicaron la masacre como "un acto antiguerrillero". Creyeron que con este asesinato habían acabado con la voz de la Iglesia salvadoreña, pero resultó que los jesuitas de la Universidad Centroamericana recogieron el guante y Romero siguió vivo y viviente en las voces de Ellacuría y compañeros. Es lógico que acabaran mereciendo la misma suerte que el arzobispo. Todos muertos, pero germinando libertad en tierra salvadoreña. He escrito un montón de veces que aquella experiencia inesperada, vivida tan de cerca, me cambió la vida? hasta hoy. Y sé muy bien, como repite siempre el papa Francisco, que la Iglesia es de los pobres y para los pobres, porque nació pobre y de un hombre pobre. Solamente que el concepto de pobreza se ha ampliado a esa pobreza ética, moral y hasta espiritual que nos invade. Hay que saber interpretar.

Desde entonces, donde el asesinato, las pasiones eclesiales nos han zarandeado con sus confrontaciones poco ejemplares. Para unos, se trataba de un obispo metido a política, y además con los revolucionarios. Para otros, por el contrario, entre los que me encuentro, era el Cristo de nuestros días víctima de su amor a los despreciados y marginales, que molestaba porque apoyaba las justas reivindicaciones. Unos hicieron lo posible para olvidarlo, cubriendo su tumba catedralicia de telarañas. Otros, cada uno en su medida, hemos trabajado para que fuera reconocido por la Iglesia como ejemplo de discipulaje del mártir de Nazaret. El inmediato 24 de este mes de mayo, en El Salvador, será alzado como beato de la Iglesia católica, signo indeleble para tantísimos que deseamos una "comunión eclesial al servicio de los demás? sin miedo" a los egoístas ambientales.

No podré estar allí. Y esta renuncia significa uno de los sacrificios mayores de mi vida. Tal vez el mayor. Pero desde Londres, donde estaré en aquel momento, celebraré una de las eucaristías más emocionantes de mi vida: me imaginaré en el altar del asesinato consagrando el pan y el vino. Consagrando que morir por los demás da sentido a nuestras vidas, las resucita. Qué extraña es la vida: debiendo de estar en el perdido Salvador, estaré en el cosmopolita Londres, y en medio de tantos años, tantos sueños, tantas derrotas y por lo menos esta victoria. Se la debemos al independiente papa Francisco, que de golpe y porrazo, dio la razón a los campesinos de Perkín y a los grafitis militantes. Porque el 24, día paradójicamente electoral en España, se volverá a escuchar el grito de "San Romero de las Américas" y la efigie del tipo un tanto grueso y sonriente ondeará por los aires del mundo como signo de que Francisco es auténtico hermano de Romero.

Hoy es jueves 21, mi día en este diario, y por ello mismo puedo adelantarme al domingo 24, cuando la beatificación. Si estuviera en Palma me hubiera lanzado a organizar alguna celebración donde fuere, porque me consta que muchas personas acudirían como creyentes y simplemente como ciudadanos agradecidos. Lo dejo en otras manos, y cada cual haga lo que le parezca. Pero si en Palma y en Mallorca la beatificación de Óscar Romero, mártir de los pobres y de la justicia, quedara sin una celebración cristiana y ciudadana llamativa, significaría que hemos perdido la sensibilidad necesaria para cambiar nosotros mismos nuestra delicada situación. Si no cedemos al martirio de monseñor Romero, tampoco cederemos a las pequeñas abnegaciones en favor de los demás.

De todo esto escribiré más tarde, a mi vuelta de Londres para sacar conclusiones. Y para contarles cómo celebré yo mismo el evento del 24 en la capital británica. Quedamos emplazados.

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