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Antonio Papell

La responsabilidad de Europa

La muerte de cientos de inmigrantes en un nuevo siniestro en el estrecho de Sicilia colma el vaso de la imperturbable flema europea, que ha soportado durante mucho tiempo con impasibilidad dolosa el espectáculo de esos flujos de infortunados que intentan acceder al teórico bienestar que brinda el Viejo Continente. La presión arrecia, como es natural, por diversos motivos, y si en 2013 llegaron por mar al Sur de Europa unos 60.000 inmigrantes, en 2014 fueron 218.000. Como es natural, también ha aumentado el número de víctimas que mueren en el intento: las estadísticas más o menos aproximadas reflejan que unos 20.000 inmigrantes han perdido la vida en esa travesía los últimos 15 años; de ellos, unos 3.500 en 2014.

Esta última tragedia, la más onerosa de todas, estimulará sin duda la puesta en marcha de una serie de medidas de salvamento que nos devuelvan al menos a la situación anterior a la actual, cuando aún estaba en marcha la operación Mare Nostrum. Como se sabe, entonces se aplicaban recursos que consumían unos 8 millones de euros mensuales, antes de que se diera por clausurada tal iniciativa, que fue sustituida por la operación Tritón, implementada por Frontex (la agencia europea de fronteras), con un presupuesto reducido a la tercera parte del anterior, un alcance mucho más limitado y unos objetivos más encaminados a la seguridad que al salvamento de náufragos.

Pero el problema real que aflora a través de la consternación por la tragedia y la consiguiente búsqueda de lenitivos no consiste, obviamente, en mejorar los medios de rescate de los infortunados que tratan de llegar subrepticiamente a las costas europeas (las fronteras terrestres están cerradas a cal y canto) sino en recuperar el control del entorno, en desempeñar un papel estratégico relevante en el equilibrio global y en contribuir a la gestión y a la solución de los conflictos que nos cercan y que son los que generan los grandes flujos migratorios, que ya no son tanto de carácter socioeconómico -debidos al gradiente de renta entre las orillas sur y norte del Meditérráneo- sino provocados por las diásporas provenientes de los confictos en Irak, en Siria y en Libia. El caso libio es paradigmático: con una frivolidad conmovedora, Europa contribuyó militarmente al derrocamiento de Gadafi para salir a toda prisa del avispero€ Y ahora tiene que soportar la inestabilidad del vecino del Sur, fracturado en dos, asediado por el Estado Islámico y del que huyen precipitadamente quienes tienen oportunidad de intentar la travesía hacia el Norte.

Europa ha renunciado hace tiempo a ser un actor global, incluso en su zona histórica de influencia: Norte de África, Próximo Oriente. Se ha recluido tras sus fronteras cada vez más inviolables y trata de ignorar la presión migratoria que le recuerda que no ha cumplido sus deberes morales internacionales. Acuerdos vergonzantes con los países del Mogreb le han permitido capear el temporal hasta ahora, pero la intensidad de la presión demográfica y la magnitud de las tragedias de quienes mueren víctimas de la necesidad y de las mafias alertan con impertinencia de lo que está pasando€ Que no es otra cosa que la existencia de una inestable e insostenible desigualdad Norte-Sur que está mostrando su faz más dramática y que debería obligarnos a tomar decisiones radicales. No para salvar a los náufragos sino para redimir a unos pueblos que fueron colonizados por Europa y que, tras su precaria independencia, ahora se desangran por razones complejas de las que Europa no está ni mucho menos ausente.

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