Quizá sea cosa de la crisis, pero llevamos mucho tiempo sin dar la cara. Es un fenómeno bastante frecuente que afecta sobre todo a los débiles y a los idealistas en apuros. Creo que eso de escurrir el bulto adopta miles de formas y obedece a miles de motivos, pero al final la víctima se queda siempre con la ligera sospecha de que le han tomado el pelo. ¿Ejemplos? Ahí va uno. Alguien en paro aguarda ansiosamente que se cumpla la promesa de una oferta laboral. Pero el patrono que ha de contratarle se pasa medio año mareando la perdiz. El problema no surge a raíz de la negativa final, sino de esos meses de incertidumbre en los que el aspirante no ha sido informado, o peor aún, en los que ni siquiera se le comunica la decisión adversa. Todo queda en el aire, en un juego sutil „aunque en el fondo es muy zafio„ donde el que no da la cara aprovecha su situación de privilegio para salir airoso.

No hablo de escaquearse, que es un noble deporte nacional. Ni siquiera del acto de dar largas, que también tiene honda tradición entre nosotros. Hablo de cómo gestionamos por vía del silencio o del laconismo cuestiones que preocupan a los demás y en las que nosotros también andamos cerca. A veces, repito, es una oferta de trabajo que nunca acaba de llegar, otras el cumplimiento de una cita prometida, una llamada telefónica importante e incluso una disculpa o un gesto encaminado a aclarar un malentendido. Da lo mismo. Al final siempre hay alguien que mueve ficha y otro que no. En otras épocas cada uno de estos gestos tenía su contrapartida o su correspondencia. Nadie recibía una oferta de trabajo y luego lo perdía sin saber el motivo. Nadie aguardaba en vano una llamada pactada con anterioridad, nadie recibía el desprecio si se acercaba con buenas intenciones a otra persona. Siempre había alguien que daba argumentos, incluso para justificar su férrea negativa. Ahora no. Ahora ya no hace falta. Ahora ya nos entendemos. Te dije que te daría un curro y no te lo doy, te dije que te llamaría y no te llamo, te dije que trabajaríamos juntos y ni lo sueñes. Pero, sobre todo, no me mires con esa cara, no preguntes. Qué mal gusto, tío.

Así las cosas, uno llega a la conclusión de que la desidia, la pereza, el pasotismo absoluto y hasta la cobardía se han adueñado de nuestra sociedad. Personas que antes nos dedicaban su tiempo y se mostraban receptivas a nuestros asuntos, de pronto han dejado de hacerlo. Tampoco les interesan ya nuestros sentimientos ni nuestras opiniones. Se diría que ya tiene bastante con los suyo, y quizá sea cierto, pero a la larga todos perdemos mucho. Perdemos fluidez en las relaciones, perdemos frescura y honestidad, perdemos libertad, y perdemos calor humano. Inútil añadir que también perdemos inteligencia y capacidad de diálogo, y sobre todo de perdón. En suma, somos cada vez menos persona, si es que alguna vez verdaderamente lo fuimos.