Me escribe mi hija Julia y me cuenta que el Rey abdica y que no lo hace en él mismo, lo que supongo que debe ser algo así como una forma de respiro, una forma de retirarse hacia la historia. La noto „en su institucionalidad lejana de repúblicas o monarquías ocasionales„ intranquila, y le cuento que si cedes tu cuerpo a la ciencia para que te acumulen en lo sótanos de una universidad madrileña a modo de cascotes humanos, a ver por qué no puede uno ceder su cuerpo a la historia para que le vayan acumulando todas las cosas que uno ha ido haciendo, todo aquello que no hiciste, todo aquello en que la cagaste.

Me resisto a ver la ejecuciones públicas por la misma razón que no asisto en directo a los suicidios, de ahí que me negara a ver la comparecencia del ex, pero leo su adiós y le diagnostico que el monarca se va sin saberlo. Ese podría ser el titular que relacionara la enfermedad mental e involutiva que padece con la imposibilidad de cumplir adecuadamente con sus funciones. El monarca se va en ese intervalo lúcido en el que después de haber montado un lío „algún día sabremos cuál„ es capaz de entender que debe incumplir la promesa que se hizo a sí mismo castigando al futuro rey por haber elegido a la futura reina, la de jamás abdicar en vida. Es lo que tiene irse, despedirse cuando no se es capaz de entender la razón de por qué se hace, sin emoción, sin guiños personales al heredero y con ese gracias por haber venido, propio tanto de haber ido al circo como de la educación histórica de su estirpe.

La alambicación del Rey y sus últimos sucesos en nuestra historia no parece peor que la abdicación de Rubalcaba, lo que nos lleva a depositar nuestra soberanía nacional en la manos de todos aquellos que confunden las palabra sucesión y suceso, que desconocen la diferencia entre tránsito y transición. Deben ser los mismos antisistema que aprovechan el tirón para disparar con el mismo subfusil de siempre a la misma pieza mastodóntica y quieta a la que llevan disparando desde que le colocaran la corona, a esa paquidermia noble a la que le arrancas los cuernos y el anillo del dedo quinto y lo exhibes en tu salón cuando los de Podemos vienen a visitarte para pedirte el voto para Letizia. Nadie cambia de caballo en mitad del río. Nadie cambia las reglas de juego en mitad de la partida. El que quiera no ya una república sino un cambio que se lo compre en el mercado de la democracia por un puñado de votos.

No volveremos a ver una abdicación, así que le recomiendo que se siente y que disfrute del espectáculo. No verán sus ojos la abdicación de Felipe en Leonor, demasiadas aliteraciones. No hay que decirlo así, pero es en este momento en el que podremos por fin comprobar la notoria altura del príncipe, su disposición a ser o un Felipe o convertirse en un Camilo. Si el monarca tuvo como misión amortiguar la herencia franquista, liquidar su sombra y construir el Estado moderno al que hemos contribuido, Felipe tiene el encargo de limpiar el pasado de su padre y evitar que se destruya todo aquello que puede servir para cumplir con el papel unificador que tiene la Corona.

Felipe es definitivamente más creíble en este momento para la mayoría de los ciudadanos, pero únicamente porque vive bajo sospecha. No es que la Institución que representa se despinte, no es que pierda adeptos por el trabajo del juez Castro, es que simplemente conocemos más y conocemos mejor todo lo que ocurre alrededor de la Casa. En lo real y en lo mundano, en todas las zarzuelas y en todas las moncloas. Es cierto que una república en idénticas condiciones permitiría un recambio menos traumático y al mismo precio, pero no nos permitiría subirnos a los árboles genealógicos y perder la memoria por una demencia frontotemporal.

No sé que es lo que debe escribirse cuando de repente te colocan a un nuevo rey, pero supongo que desearle suerte es deseárnosla. Ahora sólo falta saber si es capaz de dar las gracias por este deseo, lo que sería señal de que escucha, de que oye y de que se ha dado cuenta de que siempre se reina desde cero.