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Existe en la sociedad una inmunidad natural -muy acentuada en la isla y en la novela negra- donde la víctima es culpable. Esto lo sabe -consciente o instintivamente- su verdugo y esto es, precisamente, lo que le permite ejercer su condición de verdugo con más impunidad de la que tendría, de no existir esa inmunidad natural en el cuerpo social. Cuando alguien es agredido por la calle, se sospecha que algo habrá hecho para ser agredido. Cuando ocurre un asesinato se habla como causa primera de un ajuste de cuentas, neutralizando de esta forma el horror que supone cualquier asesinato. Cuando un energúmeno insulta a un transeúnte, se cruza por la mente que vaya usted a saber lo que hizo al que insulta, tan pacífico transeúnte. Pero raras veces y como primer pensamiento, se nos ocurre que el agredido era inocente, que el asesinado nada sabía de su asesino y que el insultador es un matón de patio de colegio y su insultado un objeto más de su chulería narcisista. Por existir, existen incluso teorías que establecen un íntimo vínculo entre torturador y torturado donde la víctima reclama su castigo. Olvidando frívolamente que lo infame es la atrocidad y su abuso, no sus consecuencias. Y que una y otras no pueden equipararse nunca.

Esta semana se publicó en Diario de Mallorca una entrevista con un teólogo -o eso es lo que decía el titular- que traspasaba las barreras de la inmunidad natural citada, para adentrarse en el territorio de lo maléfico disfrazado de bondad comprensiva. Lo que, de entrada, no parece muy apropiado en un teólogo. ´Entiendo perfectamente -afirmaba aquel hombre- la ira, el rencor y los deseos de venganza que pueden albergar las víctimas de ETA, así como su intención de que todo este conflicto acabe con vencedores y vencidos´. La conclusión oculta que desprendía tanto entendimiento era que los malos son las víctimas. Desmenuzo la frase: están poseídos por la ira y el rencor. Tienen deseos de venganza. Y quieren -sólo falta añadir ´sádicamente´- que todo acabe en vencedores y vencidos. Es tremendo. Lo es por la perversión del planteamiento, que convierte la condición de víctima en la de verdugo. Y lo es porque se iguala la inocente pasividad de las víctimas a la violenta actividad de los victimarios. Tremendo, repito. Más adelante, el teólogo añadía: ´que quede claro que nadie comete una violación o un asesinato si no ha sufrido una violencia similar antes en sus propias carnes´. La frase es digna de figurar con letras de oro en la Enciclopedia Británica, sección criminología. Desconfiamos de las teorías de Rousseau, pero nunca creímos que pudieran llegar a sostener la creencia de que un violador siempre lo es porque ha sido violado y un asesino asesina porque antes ha sido asesinado. Lo siento pero no puedo entender la frase de otra manera: me deben faltar estudios de teología. Lo que sí sé es que son muchos los que en la vida adulta pierden -si es que la tuvieron alguna vez- la imprescindible empatía para convivir y luego quieren pasar por los más comprensivos, una máscara que sólo esconde distintas formas de egocentrismo.

El domingo pasado estaba en Madrid y entre otras cosas me acerqué hasta Colón unos minutos para estar con quienes creo que se ha de estar. No vi, ni detecté, ira o rencor. No se respiraba tampoco ningún deseo de venganza. Se habló, sí, de la necesidad de que haya vencedores y vencidos. Pero más que convencimiento en esa frase -fruto de la creencia en la justicia-, lo que había era un dolor cansado y amortiguado por el tiempo, mientras sobrevolaba la evidencia de la realpolitik, que nada tiene que ver con la nobleza y mucho con los cuartos oscuros de la política, que también son necesarios. Y sobre todo había, en aquella concentración, desconcierto, incredulidad y sensación -esa sí- de derrota. Las banderas que ondeaban -salvo dos o tres y justamente son las que han buscado los fotógrafos de prensa- eran todas constitucionales. Había en esos símbolos y en la gente concentrada voluntad de fe en la justicia y en la democracia. Esto es lo que había mayoritariamente y así se afirmaba una y otra vez. Pero también se desprendía de aquella atmósfera una certeza: que la Historia les había pasado por encima. Como nos pasa a todos, pero con una crueldad personal bastante más alta. También esta sensación era tremenda. Una mujer gritó: ´¡no estáis solos!´ y al grito se sumó un pequeño grupo que -como la mayoría de asistentes- estaba allá para hacer compañía a las víctimas. Y sin embargo aquel grito -¡no estáis solos!- era un deseo, no una realidad. La sensación era que sí, que estaban solos. Lo están. Completamente, además. (De la aparición del trío pepero Arenas, Floriano y González Pons, sólo diré que tres tahúres del Mississipi hubieran parecido caballeros de la Tabla Redonda a su lado).

Los romanos, al cruzar la puerta de su casa, tenían un pequeño altar donde estaban los dioses lares que la protegían y protegían a sus moradores. Entre ellos había figuras de familiares muertos, como nosotros tenemos fotografías de los que nos dejaron y antes de hacerlo nos quisieron como los queremos ahora, aunque ya no estén. Mientras me dirigía hacia la plaza de Las Salesas -una de las poquísimas iglesias bonitas de Madrid- pensé que las víctimas del terrorismo y del crimen -es decir de dos formas de horror que son la misma- serían como esas figuras romanas para sus familiares. Dioses protectores y memoria de lo que fueron: algo privado e íntimo que les acompañará y protegerá -sí, nuestros muertos nos protegen- durante el resto de sus vidas.

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