No cabe duda de que la reacción de los dos grandes partidos, tan estáticos habitualmente, ante el drama de los desahucios se ha debido a la concurrencia de dos aparatosos suicidios, que han dado visibilidad plástica al problema. El hecho de que sólo así se haya movilizado el aparato del Estado resulta desolador porque refleja lo que ya se sabía: la mala calidad de la política española y una cierta insensibilidad de las elites ante los problemas sociales, que más parecen a sus ojos anotaciones estadísticas que tragedias con encarnadura real.

Esos suicidios que nos señalan con su trágico dedo acusatorio no son sin embargo la pauta de la crisis, en contra de lo que se ha asegurado. Por las razones que sean, en tanto en Grecia el número de suicidios se ha disparado en un 40% desde la irrupción de la crisis, en España no ha ocurrido otro tanto. Los datos publicados por el INE en marzo de este año (datos provisionales de las "Defunciones según la causa de la muerte") constatan que en 2010, cuando la crisis era ya muy profunda, hubo tan solo 3.145 suicidios, la cifra más baja en los últimos 17 años. Puede que el 2011 y 2012 esta cantidad se haya incrementado, pero no parece que se vaya a quebrar seriamente una tendencia que es relativamente constante.

De donde se deduce que el ciudadano español es duro, menos propenso a la depresión que lo que parece, lo que no significa que no posea capacidad de indignación. Y es, realmente, más ira que abatimiento el sentimiento que con más intensidad se percibe al hilo de la crisis. Ira que tiene un gran fundamento dado el desconcierto y la ineptitud que la superestructura política de este país ha mostrado con respecto a la propia crisis, que hasta el momento ha socavado los cimientos del estado de bienestar, ha lanzado al abismo a buena parte de la clase media y ha situado a cientos de miles de familias al borde de la indigencia, y fuera por supuesto de la protección de las instituciones.

Hoy, se celebra una huelga general a requerimiento de los dos grandes sindicatos de clase, a la que no ha se ha adherido el principal sindicato del sector público. Tampoco estas organizaciones han sabido ganarse la confianza de la sociedad y es incluso probable que esta convocatoria esté más encaminada a asegurar la supervivencia de las centrales que a lograr objetivos plausibles. De cualquier modo, se entiende a la perfección que los indignados de este país, que son muchos, requieran un desahogo. Y es profundamente hipócrita asegurar a estas alturas que la movilización de hoy perjudica la recuperación. Lo que nos ha postrado en el fondo del pozo es la rapiña de los responsables del sistema financiero y la ineptitud de los encargados de las instituciones, más atentos a la estabilidad del statu quo que a las necesidades vitales de los ciudadanos.

No es, en fin, esta huelga, que equivale realmente a un justificadísimo alarido social, la que puede perturbar el retorno al crecimiento, o desprestigiar la imagen de España, o mermar la competitividad de nuestro país, sino los inefables agujeros contables dejados por los expoliadores y la falta de iniciativa para haber atajado a tiempo la célebre burbuja y haber impulsado una economía más sana y sostenible. Callen, pues, quienes ahora demonizan protestas después de haber guardado silencio ante el gran saqueo.