José Álvarez Junco publicó el miércoles en la prensa de Madrid un artículo brillante en que el ilustre catedrático confrontaba el anhelo recién eclosionado de crear nuevas naciones con el proceso histórico e intelectual de Europa en que el progreso, el progresismo y la utopía habían llegado a confundirse precisamente, y después de dos terribles guerras mundiales, con la superación gozosa del Estado-nación. Invocaba el articulista a Kant y su "paz perpetua", que provendría de la sublimación de los Estados soberanos, las guerras y las fronteras, sustituido todo por una federación internacional de poderes que resolvería las disputas hasta conseguir implantar una "paz perpetua". Ésta era „es„ la dirección teórica de Europa al apostar por una creciente integración que amortiguase los perfiles de los estados nacionales mediante crecientes cesiones de soberanía. El objetivo del proyecto era superar el estadio de las guerras mundiales, por el procedimiento de "menoscabar el principio de la soberanía nacional, limitar las competencias de los estados y convertir aquellos reductos blindados y opacos en permeables a las influencias exteriores". "Al reducir los poderes del Estado-nación „sigue diciendo Álvarez Junco„, parecía lógico suponer que disminuiría el atractivo que representaba convertirse en uno de ellos".

Pero no: la crisis „entre otros factores„ está desmembrando el proyecto europeo, y diversos populismos crecientes desacreditan el sistema democrático y explotan las bajas pasiones de las muchedumbres incitando al odio al vecino y al inmigrante, que serían ante todo unos competidores.

Ávarez Junco no regatea ni edulcora el diagnóstico de lo de ahora: "el proyecto independentista está ligado a los nacionalismos del siglo XIX. Las rivalidades de aquella época llevaron a las dos guerras mundiales". El nacionalismo excluyente, cultivado hasta la exacerbación, llevó a los fascismos, a las aberraciones étnicas, al holocausto. La creación, después de la primera gran guerra, de muchos estados„nación en Europa no alejó el riesgo de confrontación sino al contrario. Aquel nacionalismo romántico, cuyos enunciados positivos se conjugaban secretamente con el miedo al diferente, no era la modernidad sino la caverna, la llamada ancestral, la reacción. Y en nuestra España, como también denuncia Álvarez Junco, las cosas no son hoy como en la transición: "las elites centrales carecen de la cintura que tuvieron hace 35 años. En lugar de insistir en el europeísmo, les asaltan las tentaciones de imponer por decreto el españolismo monolítico basado en Don Pelayo, el Cid e Isabel la Católica".

El lamento del articulista es resonante: con las secesiones, "sólo los más cargados de conciencia identitaria obtendrían satisfacciones morales: ahora somos más pequeños pero somos el "nosotros" con el que soñé desde niño. A cambio de eso, cuántos desgarramientos personales familiares, cuántas posibles querellas en torno a quién corresponde esta competencia o este dinero, por no hablar de los choques violentos que, en la historia europea, han acompañado casi siempre a los procesos de secesión". Finalmente, Junco desliza un posible móvil de este despropósito en ciernes: "pasar de autoridad local a jefe de Estado suscita, y se comprende, mucho entusiasmo". ¿No será éste el germen de tanta sinrazón?