Cuando el jueves pasado se conoció que, tras arduas negociaciones, los representantes de los pescadores, agrupados en una federación de cofradías, y el Gobierno habían llegado a un acuerdo, los ciudadanos de este país respiramos aliviados. Y no, paradójicamente, porque hubiera cesado el peligro de desabastecimiento de pescado en las lonjas y, consiguientemente, en los mercados minoristas y, en última instancia, en los restaurantes, sino porque así terminaría un acto de fuerza, un atentado contra la libertad de circulación de personas y bienes, la ocupación violenta de los puertos de todo el país, con grave quebranto para el transporte marítimo en general.

La descripción de esta evidencia es un ejemplo inteligible de la malversación de que suele ser objeto el derecho de huelga, protegido constitucionalmente pero muy frecuentemente tergiversado. De hecho, la tergiversación es sistemática, y así, los sindicatos de agricultores ya han anunciado que si no consiguen satisfacción a sus demandas en unos pocos días, "paralizarán el país con todos los tractores y cosechadoras disponibles". Curioso planteamiento del ejercicio de un derecho fundamental.

Con firmeza hay que decir que el recurso habitual de los huelguistas al chantaje resulta intolerable: la huelga es la cesación de la producción para presionar sobre el empleador, no la toma en rehén de sectores ciudadanos ni la agresión pura y simple a otras actividades. Son estas actuaciones impropias la que generan irritación social. No en vano ya dijo Churchill, medio en broma medio en serio, que había que abolir el derecho de huelga porque la capacidad de hacer daño está asimétricamente distribuida. Infortunadamente, aquí no existe una normativa clara y prestigiosa a que atenerse. De hecho, rige aún una norma preconstitucional, el Real Decreto Ley de 4 de marzo de 1977, que constituye, junto con los pronunciamientos del Tribunal Supremo al respecto, la única vía de regulación del derecho de huelga.

En 1993, abrumado por una campaña de grave inestabilidad laboral, el PSOE intentó sacar adelante una ley de Huelga: un proyecto obtuvo el apoyo mayoritario del Congreso, pero las críticas de los sindicatos llevaron al PSOE a desistir de él y a negociar otro texto de espaldas al Parlamento. La nueva propuesta superó los trámites del Congreso y del Senado y, a falta de ratificación por el Congreso, González disolvió el Parlamento y convocó las elecciones del 6 de junio de 1993. A falta de regulación, sindicatos y empresarios firmaron el 25 de enero de 1996 un histórico acuerdo que buscaba evitar las huelgas: las partes se comprometieron a recurrir a la mediación obligatoria antes de una huelga. Y en febrero de 1998 comenzó a funcionar el Sima, una fundación dependiente de Trabajo, cuya finalidad es, entre otras, intermediar en los conflictos laborales antes de una huelga.

Evidentemente, este acuerdo no se está cumpliendo. Y los conflictos laborales se resuelven en muchos casos de forma selvática y montaraz. Y ya no estamos en aquellos estadios predemocráticos en que la llamada "lucha de clases" conservaba parte de su prestigio. Nuestro desarrollo político y la experiencia sindical acumulada son causa de que asistamos con repugnancia a los alardes de fuerza que se prodigan todavía. La sociedad británica y la señora Thatcher pusieron fin en los años ochenta a las destructivas huelgas de los mineros en el Reino Unido y, de paso, arrasaron la fuerza exorbitante de las organizaciones obreras. Aquí no hace falta una reacción tan drástica pero, si se formula la pregunta, se advertirá que la sociedad de este país vería con muy buenos ojos una ley de Huelga que equilibrara pacífica e incruentamente todos los intereses en juego en caso de conflicto laboral.