Los títulos de crédito tiemblan mientras aparecen en pantalla y nos llevan al plano de una noche estrellada, en la que el movimiento circular de la cámara ya se hace evidente. Entonces, del negro de la oscuridad pasamos al negro de un vinilo que gira en un tocadiscos.

No se trata sólo de un exquisito fundido, sino también de una introducción ideal para Adam (Tom Hiddleston) y Eve (Tilda Swinton), dos vampiros que viven infinitamente y que han decidido hacerlo encerrados en un apartamento en el que se regodean en los placeres culturales de varios siglos de conocimiento.

La literatura, la ciencia, el cine y, muy especialmente, la música, llenan su día a día en un filme plagado de citas culturales, con el que Jim Jarmusch (Flores rotas) adapta el cine de vampiros a su universo.

Sólo los amantes sobreviven transcurre en un Detroit tan decadente como nuestra civilización, al menos, al parecer de los protagonistas, que reclaman la pureza tanto en el arte como en el amor (también en la sangre que beben). Inundado de tiempos muertos, plagado de detalles genuinos (Eve leyendo libros velozmente, Adam mirando sus guitarras, los dos bailando una canción) y contagiado de un profundo romanticismo, el filme es tan encantador como moroso, a medio camino entre la reivindicación de la imaginación de Los límites del control y el minimalismo cómico de Extraños en el paraíso.

Es probable que algunos espectadores consideren que no es más que un chiste privado alargado y hermético, pero Jarmusch se permite hacer bromas sobre ello y alcanza lo sublime en un tramo final que transcurre en Tánger. La banda sonora de Jozef van Wissem, en la que colabora el propio director norteamericano, contiene un adictivo riff de guitarra que se repite una y otra vez, hasta hacer de Sólo los amantes sobreviven una experiencia tan envolvente como memorable.