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Tribuna

Fútbol sin griegos ni bárbaros

Sobre el deporte sin público en las gradas

Fútbol sin griegos ni bárbaros

Por buscar algo bueno a este fútbol descafeinado, es decir, sin la cafeína del público en las gradas, tan artificial como un ramo de flores de plástico y tan real como el espejismo de un oasis en el desierto, diría que el fútbol en la época del coronavirus está haciendo que los aficionados seamos más compasivos, comprensivos y educados con los equipos rivales. Hasta ahora, los futboleros tratábamos a los futbolistas de nuestros equipos favoritos como caudillos y a los futbolistas de nuestros equipos menos amados de forma despótica, que es como Aristóteles aconsejó a Alejandro tratar a griegos y bárbaros. Alejandro, muchas veces contradictorio y en tantas ocasiones imprevisible, sí tuvo la genial intuición, según nos cuenta Plutarco, de ordenar que todos consideraran al mundo su patria, parientes a los buenos y extraños a los malos. No había que tratar a los bárbaros como si fueran plantas o animales, sino como hombres. Y eso es lo que está sucediendo en este fútbol descafeinado, artificial e irreal. Los culés no ven a los madridistas como bárbaros, sino como futboleros. Puede ser el inicio de una hermosa amistad entre enemigos irreconciliables. El comienzo de una auténtica fraternidad futbolera.

O no tanto. Puede que Plutarco exagerara las pretensiones de Alejandro o, más bien, escondiera los aspectos más negativos (que los hubo, y bien grandes) de la aventura imperial griega que llevó al ejército de un muchacho macedonio a conquistar el mundo. No obstante, como dice Irene Vallejo en su excepcional ensayo “El infinito en un junco”, las palabras de Plutarco sobre Alejandro reflejan, a través de un prisma deformado, el excepcional proceso de globalización iniciado por ese muchacho macedonio al que la historia conocerá como Alejandro Magno. La globalización futbolera de la que estoy hablando no es la que, como toda globalización, confunde totalidad con pluralidad, sino una globalización humanista que no distingue entre griegos y bárbaros, culés y merengues, sportinguistas y oviedistas o messiófilos y ronaldófilos, sino entre buenos equipos y malos equipos. Me parece ver el comienzo de una época en que los futboleros consideramos al mundo del fútbol nuestra patria, y tratamos como parientes al Granada o al maravilloso Leicester no porque sean de los nuestros, sino porque nos parecen buenos. Eso querría decir que los culés serían capaces de aplaudir los goles de penalti de Sergio Ramos del mismo modo que los madridistas estarían dispuestos a disfrutar con el desparpajo y las burbujas de Ansu Fati.

Ver el fútbol en la tele en un estadio con las gradas vacías nos obliga a reflexionar y a reconocer que del mismo modo que cualquier ser humano podría haber nacido en cualquier nación, y así un griego podría haber nacido bárbaro y un bárbaro podría haber sido griego, todos los futboleros somos seguidores de un equipo o de otro no porque hayamos nacido marcados con unos colores, sino por accidente. Y, en el caso de haber nacido con unos colores bien marcados, eso también sería azar, porque en otra familia, en otra ciudad, con otros vecinos, un ambiente diferente, unas experiencias distintas o haberse cruzado un día en la calle con Iñaki Williams y no con Oyarzábal seríamos otros futboleros. El silencio en las gradas puede ser, en efecto, el inicio de una amistad futbolera tan hermosa como la de Rick y el capitán Renault en la película “Casablanca”. Un mundo sin griegos ni bárbaros.

Como Guillermo de Baskerville dice a Adso en «El nombre de la rosa», qué tranquila sería la vida sin amor. Qué tranquila y? qué insulsa. Qué tranquilo es el fútbol sin griegos ni bárbaros, Adso. Qué tranquilo y... qué insulso.

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