En las películas de Rodrigo Cortés los personajes siempre se encuentran de alguna manera presos, encerrados en espacios de los que no pueden escapar. En Buried era un ataúd, y en El amor en su lugar, el gueto de Varsovia. La cámara del director se adapta a estas dimensiones para sacar el mayor partido posible a través de la puesta en escena. Su virtuosismo siempre parece estar por encima de todo, pero en esta ocasión, además de los planos secuencia y de las virguerías formales, hay otros niveles de complejidad que van más allá del mero ejercicio de estilo.
La película transcurre en tiempo real y sigue a una serie de personajes que se encuentran representando una obra de teatro cómica para los habitantes del gueto. El humor y la necesidad de escapar del dolor a través de la risa se unen a su situación trágica, de forma que todo se acaba entremezclando, la realidad con la ficción, lo que ocurre en el escenario con lo que pasa entre bambalinas a través de unos diálogos brillantes que remiten a Wilder y Lubitsch. Un dispositivo muy complejo que fluye de manera orgánica frente a nuestros ojos para evidenciar la sabiduría e inteligencia de un director experto en utilizar las herramientas del lenguaje sin por ello perder de vista lo más importante: la emoción y la humanidad del relato.