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Historia

Una mujer en el Arxiu del Regne de Mallorca en el siglo XVIII

La que pudo ser una adelantada del feminismo, solo fue una beneficiaria de un caso de nepotismo del rey

Documentos históricos en hilera custodiados en el Arxiu del Regne. b. ramon

No fue una victoria feminista tres siglos antes del nacimiento del movimiento. Tampoco parece el reconocimiento a una mujer con un talento excepcional. Todo apunta a un caso de una enfermedad política que se expande entre todas las sociedades y saltando las barreras del tiempo: el nepotismo.

El rey Fernando VI tomó una decisión excepcional en mayo de 1751. Otorgó en propiedad a una mujer la plaza de síndico archivero del Reino de Mallorca. Se llamaba Rosolea o Rosalía de Aguilar y Abarca. El monarca compensaba de esta forma con una pensión vitalicia los servicios prestados por la familia de Rosalía a la Corona.

El Ayuntamiento de Palma se quedó estupefacto. No solo porque la favorecida fuera una mujer, que también debió causar un pasmo general en aquella época, sino porque el consistorio se consideraba heredero del Gran i General Consell y, en consecuencia, la entidad con la potestad de designar a la persona adecuada para un cargo considerado altamente especializado.

El rey concedía un favor con cargo al bolsillo de una institución que nada tenía que agradecer a la beneficiaria del chollo. Por si fuera poco, la nueva archivera ni siquiera tenía la obligación de trasladarse a la isla para ejercer el empleo. Y nunca lo hizo. Según el historiador Pedro Antonio Sancho, que desveló esta curiosidad en el Butlletí de la Societat Arqueològica Lul.liana en 1921, la archivera tenía la potestad de nombrar un sustituto: "Dando de sus emolumentos la señora Aguilar una parte a la persona que designara para cumplir, en nombre suyo, los deberes y obligaciones del cargo, le quedase un remanente bien saneado y sin cuidado alguno". O lo que es lo mismo, debía cobrar sin dar un palo al agua.

No era una situación excepcional en la época. Hasta el Concilio de Trento, muchos obispos jamás pisaban su diócesis. Los alcaides de castillos daban por hecho que no estarían entre sus muros. La tradición se mantiene incluso en nuestros días, con partidos que nombran cargos que no ejercen o trabajan para la formación política y no para la institución.

El investigador remataba su estupor con una frase demoledora: "para mayor desconsideración al Ayuntamiento, el cargo, pagado de los caudales de la Ciudad, se proveyó en una señora falta, de seguro, de conocimientos técnicos y extraña a la isla, cuya posición geográfica tal vez ignoraba".

Fernando VI fue rey de España desde 1746 hasta 1759, y llegó al trono por casualidad ya que era el tercer hijo de Felipe V. Fue conocido como El Justo, aunque se supone que para este apodo no se tuvo en cuenta el caso mallorquín. Le sucedió Carlos III y a este Carlos IV. Todos mantuvieron a la archivera.

El cargo de archivero debía ser muy codiciado porque, desde tres años antes de que se inmiscuyera la Corona, el Ayuntamiento y el Capitan General mantenían una agria disputa sobre quién tenía la competencia sobre el nombramiento. Cada una de las partes designó a una persona diferente para el cargo. El primero optó por Joan Armengol y el segundo por Andreu Bestard. La polémica trascendía de una cuestión meramente democrática. El ayuntamiento se consideraba el legítimo legatario de las antiguas instituciones del Reino de Mallorca, abolidas por el Decreto de Nueva Planta. La Capitanía General era el símbolo del nuevo poder centralizado. Era una escaramuza más de las muchas que se venían librando incluso desde tiempos de los Austria.

En cualquier caso, cuando Rosalía de Aguilar optó por nombrar al archivero efectivo, con menos sueldo que el que ella percibía eligió o le aconsejaron a Armengol. Tuvo que hacer frente a los problemas de un departamento por el que corrían los ratones, la humedad destrozaba los antiguos documentos y la carcoma devoraba las cubiertas de los libros. No fue el único delegado de la archivera, ya que en 1761 se incorporó al puesto un tal Cristóbal Palet y más tarde Antoni Ferrer.

El Ayuntamiento nunca aceptó de buen grado la interferencia real y periódicamente reivindicaba ante Madrid su derecho a designar a la persona adecuada para el cargo. Pero no fue hasta 1798, ya durante el reinado de Carlos IV, cuando se tuvo conocimiento de la defunción de Rosalía de Aguilar. En cuanto llegaron los rumores de la muerte de la archivera desconocida, se dejó de abonar la asignación que se le entregaba. Cuando el rumor se confirmó, el Ayuntamiento retomó la potestad que le habían arrebatado y designó como archivero a Miquel Puig i Ferrer.

Casi medio siglo duró Rosalía de Aguilar y Abarca en un cargo que nunca ejerció. La que hubiera podido ser una feminista avant la lettre no fue más que otro abuso sobre las competencias, la caja y la dignidad de las instituciones mallorquinas.

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