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A tiro

Los concursos

Los concursos nos confunden, o mejor dicho, los tornan confusos los políticos cuando meten sus manos en ellos. Nuestros próceres han adaptado a las dinámicas de poder de los partidos unos procesos de selección que aspiran a ser altamente democráticos y transparentes; digo "aspiran" porque al ser diseñados por humanos nunca serán maquinarias perfectas. Esa adaptación a la mecánica partidista se lleva a cabo cambiando las bases, los requisitos, escogiendo jurados que se avengan con los intereses; es decir, se ajustan detalles para que la decisión final esté cien por cien controlada por ellos. Eso sí, manteniendo la apariencia de que lo que están ejecutando es un concurso público, sin adulterar, sin directrices interesadas, cuando saben que no es así.

La confusión que hay es enorme. Para algunos cargos de alta dirección se exige un proceso abierto, para otros puestos similares se emplea la digitación de toda la vida e incluso hay algún caso en que la opción de convocar un concurso es optativa, como en el Teatre Principal. Esta confusión creada y promocionada por los gestores públicos, esta falta de claridad y de transparencia, es el escenario en el que mejor se mueve el poder. Y en el que se enfanga la función pública.

Toda esta reflexión viene a colación no sólo del caso del concurso para la dirección del Institut d'Indústries Culturals, sino a raíz de los procesos que tuvieron lugar la pasada legislatura (y en la anterior con el PP también) y los que están por venir.

Se ha corrompido tanto el concepto "concurso" con estas manipulaciones partidistas y políticas, que en ocasiones confluyen con intereses privados y sectoriales, (a veces son artimañas sutiles, como colocar en los jurados a personas en situaciones de conflicto de intereses que no son evidentes para la mayoría de ciudadanos), que los frankenstein que han creado resultan los peores monstruos de la cultura y la democracia.

Urge un debate público acerca de los concursos y las convocatorias. Hay que redefinirlos, establecer con equidad y en base al servicio público en qué casos se deben convocar y en cuáles no. Blindar estos procesos con cláusulas garantistas. Ponerse en serio. En definitiva, hay que conseguir que la legalidad vuelva a ser sinónimo de ética y bien común.

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