Tras la apabullante Ida (2013) de este director es evidente ahora que el listón estaba demasiado alto. En realización y fotografía Pawlikowski repite el blanco y negro con ratio casi cuadrado. Recurso manierista, para cinéfilos recalcitrantes o/igual jurados de festivales de cine. ¿Recurso justificado? Sí, mejor que flous o falsos kodachromes. Pega bien con la dureza de la posguerra en los países del este o los garitos de be-bop y las buhardillas de Montmartre. El guión tiene un tema universal, el dilema, la esquizofrenia del emigrante. No puede soportar la calidad de vida o el régimen político de su tierra de origen y después no deja de añorarla cuando logra asentarse en un país más acogedor. El arranque es soberbio, con algún diálogo brutal ("¿Mataste a tu padre?" "Me confundió una noche con mi madre y le indiqué el error con un cuchillo. Sigue vivo, por cierto"). Al final del primer acto entra en una intersección clave: seguir al profesor de música (Kot) o a su ambiciosa alumna (Kulig). Cada opción tiene pros y contras marcados. El personaje de ella tiene mucho más empaque, fortaleza mental y aristas camufladas bajo una belleza prístina y natural, pero su devenir del segundo acto se presta a melodrama tipo Doctor Zhivago. El pianista es un tipo con una apostura muy natural también y un carácter muy introvertido. Al cederle el liderazgo el guión, y la película en conjunto, se contagian de sus silencios, sus inexpresadas dudas. El resultado no es un Wajda ni un filme fallido. Visualmente embelesa; narrativamente muestra otro estrago, más humano, de la Guerra Fría.
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