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A tiro

Pintura hecha vida

Entrar una mañana de sábado en una galería de Palma y encontrarte con la exposición de Tià Zanoguera (Palma, 1973) es como recibir una descarga eléctrica, un golpe seco que te despierta del aturdimiento del fin de semana y de tu vida gris y aburrida. Ver a Zanoguera no es un paseo burgués o protohipster. Tià "no mola" porque va demasiado en serio. Lo que he visto incomoda, baquetea el estómago. Es clásico y filosófico. Profundo. Tià nos hace sentir como vidrios quebrados. Es el poderío de la pintura en su grado más puro, intenso y dramático. Porque la obra de Zanoguera es desmesuradamente dramática, la desmesura alucinada de la carne. Doliente. En la actualidad de los museos, bienales y galerías, la pintura es una cosa anticuada y hasta residual, muchas veces un ejercicio de ironía o burla de la propia pintura, como si el artista que todavía se dedica a ella tuviera que avisar de algún modo al espectador de que él tampoco cree mucho en lo que está haciendo. Pues bien, lo que sobrecoge de Zanoguera, lo que lo sitúa aparte, es lo en serio que se toma la pintura. Argumentos: en primer lugar, se nota la exploración que ha llevado a cabo y a conciencia de la pintura del pasado, de los maestros antiguos, amén de las sordideces corporales de Lucian Freud o Francis Bacon. Incluso de Chaim Soutine (o a mí me lo parece). Y dos, la utiliza como una herramienta para el conocimiento del mundo y del ser humano, siempre mirando de manera penetrante y con cierto extrañamiento la carne siniestra y su relación con la otredad -siempre hostil- y un mundo abrumador. Contemplando sus telas he llegado a sentir el calor humano y su vulnerabilidad. Sensaciones punzantes. Cuanto más se mira más se descubre. Todos somos ese hombre que Tià ha pintado sentado en una esquina. Pequeño, con la mirada fija, el hombre contemporáneo, perdido, problemático, solo, enfrentado a su miseria.

Las animaciones, una minúscula y bellísima poesía, dibujos, una instalación cargada de significados y las fotografías crudas y costumbristas de Miquel Julià completan este estupendo proyecto confinado en la galería Fran Reus. Es Tià Zanoguera con la voz restituida. Pintura hecha vida.

Otra voces: me gustan los poetas que muestran sus heridas. Y que claramente hablan de sí mismos. Me gustan los poetas poco pudorosos y directos, lejos de las vacuidades retóricas. Me gusta la sinceridad: me da igual si es poesía de la experiencia, pura, trascendental o la poesía de su padre y de su madre. Y sobre todo me gusta descubrir a poetas nuevos que nadie ha visto en los cenáculos literarios y de los que nadie ha oído hablar. Poetas sin intoxicar. Acabo de sorprenderme ante una voz nueva que frecuenta raves, fiestas clandestinas, discotecas de música techno, noches inciertas y aventuras artificiales y nihilistas. Bernat Mas (Palma, 1989) es uno de los cuatro jóvenes poetas recopilados en la reciente antología Tetràgon d´exilis, publicada por Edicions Els Llums. La angustia, un carácter voraz que le aleja de la serenidad, el amor fugaz, el vacío, las drogas de diseño. Sus poemas son acaso el síntoma de toda una generación con miedo cerval al trágico y monótono sistema de funcionamiento de la vida adulta actual, con un 50% asfixiado por las responsabilidades y limitaciones, y el otro 50% bregado entre un poco de Meetic y Tinder, un poco de speed dating y mucha soledad.

Los versos de Les nits malaltes no dejan de ser vanidosos e inocentes, pero son autoconscientes y están bien resueltos.

Escribe Bernat Mas en The Blank Generation: Diuen que els joves d´ara / només vivim per la festa. / Que som buits en valors, / nihilistes passius / que portem tatuat / l´estigma postmodern. / Batiats amb mil noms per sociòlegs / i mitjans de comunicació de masses / ens senyalen com un símptoma / de decadència. / Jo els don la raó: / mentre escric aquests versos cínics / confés que només pens / en què arribi la nit del divendres / i tornar sortir a ballar / i tornar posar-me fins el cul / de la bellesa sòrdida i efímera / que emmiralla la meva generació.

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