La valiosa periodista Virginia Díaz resumió una vez, hablando de Radio3, el diagnóstico que provocará el cierre de los cines Renoir: “En esta radio hay que poner calidad, y ésta no le gusta a todo el mundo”. No es cuestión de minusvalorar, sino de justivalorar: en una ciudad llena de McDonald’s van a cerrar quienes ofrecen comida casera, y ésta no le gusta a todo el mundo. El paladar hay que documentarlo con insistencia; nadie nace siendo gourmet en cine, música o gastronomía.

Han sido unos cines estupendos, es decir, para estupendos del tipo “una película (o una canción) es buena si a mí me gusta”. Echarán la barrera unas salas que estuvieron cerca de ofrecer cine puro: todos estamos de acuerdo en que el cine porno en versión original es imbatible porque nada supera a un gemido sin doblar, sin falsificar. Por otro lado, los Renoir no tenían futuro desde el instante en que su propietario, Enrique González Macho, también presidente de la Academia del Cine español, afirmó que “internet no es alternativa ni sustituto del cine”.

La cultura que triunfa es la que se vulgariza, y no hay que ser premio Nobel para saberlo. El requisito es aceptar que vulgarizar la oferta (cultural, educativa, periodística) produce usuarios vulgares. Tampoco hay que convertir la calidad en creencia, pues toda religión vulgariza al hombre porque lo quiere arreflexivo.

Casi todos lamentarán el cierre de los cines que casi nadie visitaba. Si se ha llegado a decir que una orquesta sinfónica debe existir aunque sea carísima y no tenga público, iniciativas culturales como la de los Renoir merecen un Premio Nacional. Pero le ha faltado lo que a tantas: un comentario regio que sobredimensione su importancia.