Este martes entró en vigor en sa Gerreria la normativa municipal que permite dispersar aquellas concentraciones de personas que supongan un riesgo para la convivencia. A partir de esta semana se aplica la normativa antibotellón en una zona en la que no se hace (ni se ha hecho nunca) botellón. Cabe recordar un argumento ya esgrimido en este mismo blog: para que haya botellón debe haber docenas, cientos de botellas desperdigadas por todas partes, cosa que nunca ha sucedido en dicho barrio.

¿Qué es una concentración de gente generadora de un problema de convivencia? ¿Gente normal hablando a un volumen normal haciendo algo normal como ir de bar en bar tomando cañas y tapas? Desde el inicio del supuesto apocalipsis que es la bendita Ruta Martiana, nunca pude entender dónde está el problema con que la gente salga de tapeo. Lo mismo con el otro aparente armagedón de esta ciudad, en la calle Fábrica, en Santa Catalina: ¿cuál es el problema de que la gente vaya a cenar?

Si la democracia es el gobierno de la mayoría y -matiz muy importante- para la mayoría, la mencionada normativa no es democrática: son muchísimas más –centenares, puede que miles– las personas que disfrutan de la oferta de restauración que no las agraviadas por el supuesto infierno decibélico, quienes se niegan a aceptar que las ciudades generan ruido. El ámbito del silencio absoluto ha de ser otro: el monte, los conventos o la alta mar.

Leyes de inevitable aire predemocrático como la que tenemos ya en Palma frenan el natural crecimiento de la ciudad. Una urbe de tamaño medio no puede ser un espacio idílico de quietud, y mucho menos su zona centro, que exige dinamismo. Se podría argumentar por medio de la pedantada con que Platón ya dijo que las ciudades deben ser espacio de garbeo y discusión constante, pero qué carajo tendrá de vigente lo que se afirmó hace 2.500 años. Además, la erudición no suele significar argumento rotundo sino pretenciosidad repelente. Basta decir que la nueva norma municipal está fuera de época y racionalidad.