Novela

La voz del verdugo

Robert Merle escribió a contracorriente del espíritu de una época su novela La muerte es mi oficio, que sitúa como narrador a un álter ego del psicópata Rudolf Höss, comandante del exterminio judío en Auschwitz

Robert Merle.

Robert Merle. / SEXTO PISO

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Se insistió durante años en que La muerte es mi oficio, la novela de Robert Merle (Tébessa, 1908-París, 2004), era un ejercicio literario contra corriente. En el prefacio de la edición de 1972, lo reconocería el propio Merle por el hecho de haberle dado en ella voz al verdugo en una época de amnesia, en la que algunos hechos luctuosos se circunscribían a un espacio inviolable por la ficción.

Publicada por primera vez en 1952 y escrita en primera persona, narra la vida de Rudolf Lang, álter ego de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz y encargado de la industria de la muerte del Holocausto: un psicópata monstruoso que envió a las cámaras de gas a cientos de miles de seres humanos en los campos de concentración.

La novela arranca en 1913, recorre brevemente la Primera Guerra Mundial, las exigencias desmesuradas de los aliados frente a la derrotada Alemania, el auge del antisemitismo, el ascenso de los nazis y la segunda guerra. La muerte es mi trabajo, que ahora publica Sexto Piso, está basada en las entrevistas de Höss con un psicólogo estadounidense durante los juicios de Nuremberg. La primera parte es una reconstrucción imaginada de la infancia de este ingeniero de la tortura educado en una familia de principios católicos; en la segunda, Merle se ocupa de la historia. Aunque las investigaciones posteriores pusieron en entredicho algunos de los datos que se manejan, la novela no pierde por ello su poderoso y descarnado valor testimonial. Jonathan Littell, más de medio siglo después, sufriría acusaciones similares a las de Merle por parte de los guardianes de la corrección política debido a su novela ganadora del Goncourt, Las benévolas (2006), que encomienda la narración de la Shoah a un exoficial de las SS, durante más de novecientas páginas. Igual que Martin Amis fue víctima de la incomprensión al ceder la voz a verdugos nazis en su novela La zona de interés (2014), en la que recurrió además al humor negro para dosificar el tono de tragedia de la maquinaria del terror durante el III Reich.

Publicada por primera vez en 1952 y escrita en primera persona, narra la vida de Rudolf Lang, álterego de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz

Lo que explica, como ya hemos ido aprendiendo por la experiencia de la vida, que, sin depender del momento, ningún autor en busca del personaje está libre de tener que remar contra corriente, incluso cuando el poder de la literatura dota a las voces de los criminales de la historia de perturbadores ecos que obligarían a adoptar una higiénica diferente de la lectura: a leer las novelas al revés en vez de censurarlas.

ROBERT MERLE. La muerte es mi oficio. Traducción de Ernesto Kavi. Sexto Piso, 328 páginas, 21,90 €.

ROBERT MERLE. La muerte es mi oficio. Traducción de Ernesto Kavi. Sexto Piso, 328 páginas, 21,90 €. / Luis M. Alonso

La voz del verdugo, en el caso de La muerte es mi oficio, no pretende ser un contrapeso, como resulta obvio por las atrocidades que describe, sino un contrapunto y puede que una vacuna contra el veneno de los monstruos, que empezó a propagarse mucho antes de que de la Conferencia de Wannsee saliese planchada la llamada “solución final” para 11 millones de judíos. La novela de Merle es en ese sentido tan higiénica que su voz en off no deja de escucharse en el retrato del narrador, Rudolf Lang, de modo que jamás puede resultar seductor lo que cuenta, sino más bien despreciablemente repugnante. Igual que el espectador percibe el mayor desaliento con las imágenes en Die Wannseekonferenz, de Matti Geschonneck, el último docudrama de la televisión alemana sobre la conferencia de los jerarcas nazis en el distrito berlinés del lago, donde se determinó con detalle el exterminio judío en medio de una escenografía heladora y unos protagonistas tan siniestramente perturbadores que permiten a cualquier espectador oponerse con repugnancia al mensaje que recibe de quienes diseñaron tal ingeniería de la muerte.

Merle fue atacado por la forma, no por el fondo. Sobremanera por parte de quienes se aferraron a la famosa frase de Adorno de que “escribir poesía después de Auschwitz es una barbaridad”. De ellos, los partidarios de la narrativa dominada, partió la incomprensión intelectual más feroz. La muerte es mi oficio ha sido una novela sujeta a los avatares de la historia más trágica recién cocida: a esa literatura en suspenso marcada por la inmediatez del Holocausto, el espíritu de la época (zeitgeist) y el olvido de la culpa, y en cualquier momento revisable por las conciencias engañosamente escrupulosas. Una obra, en cualquier caso, digna de ser leída.

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