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VIaje cultural

La Macedonia griega: un paisaje cultural

María Belmonte aúna historia, memoria, arte y literatura en En tierra de Dioniso, relato de un viaje y un aprendizaje

La Macedonia griega: un paisaje cultural

Escribir libros de viaje que fusionen historia, cultura y paisaje no debe de ser una tarea fácil, pero hay quienes lo consiguen, como Javier Reverte o Bruce Chatwin. Cuando acabas de leer sus libros, no sólo has adquirido una guía para saber cómo mirar cuando vayas a ese lugar, sino que también piensas que has aprendido muchas cosas. María Belmonte consigue infundirnos ambas sensaciones.

Este viaje al norte de Grecia, a Macedonia (capital Tesalónica), se divide en cuatro partes, más una sustanciosa bibliografía. A la vez que relata su propio viaje y las razones que la llevan a visitar los distintos lugares, la autora nos cuenta lo que ve y cómo lo ve, y también nos ilustra con las huellas culturales que se va encontrando. En la primera parte habla de Macedonia como “tierra homérica”, en la segunda de “la belleza de las ruinas”: Pela, Lefkadia, Ninfeo de Mieza, Estagira, Díon y Vergina. En la tercera parte evoca el Monte Athos, “el lugar que nunca podrá visitar” porque está poblado únicamente por monjes y está totalmente vedado a “mujeres, eunucos, niños, jóvenes imberbes y animales hembra”. Y, por fin, en cuarto lugar nos encontramos con Tesalónica, la actual y la que fue a través de la historia, “un palimpsesto, una ciudad poblada de fantasmas y de tesoros ocultos”.

Belmonte no puede por menos que llenar sus páginas de nombres ilustres del pasado: Pericles, el del siglo ilustrado, Filipo de Macedonia y su hijo Alejandro Magno, el maestro de este, el filósofo Aristóteles, y muchos otros nombres de su entorno y también de su futuro. En Macedonia pasó los últimos años de su vida el dramaturgo Eurípides, agradecido a Filipo II por acogerle en su corte cuando Atenas le dio la espalda. Pero también están presentes los nombres más contemporáneos de quienes viajaron a Grecia, quedaron prendados en su luz y de su influjo y la inmortalizaron en sus libros, como Lawrence Durrell, Vernon Lee, Rose Macaulay y, más recientemente, Bruce Chatwin.

Además de las explicaciones históricas y de las referencias literarias del norte griego y de Grecia en general, Belmonte capta momentos afectivos que nos acercan su prosa, como cuando narra que el poeta Solomós estuvo en Zante “comprando palabras” porque, en su exilio, había olvidado la lengua griega de su infancia. Así mismo, el capítulo dedicado a “Bucéfalo”, el caballo de Alejandro, destila una gran empatía con los equinos en un párrafo que debiera ser suficiente para alimentar el antibelicismo: “Adiestrar un caballo para la batalla requería enseñarle a superar su instinto natural de huir del ruido, la confusión y el caos, de los olores a sangre, sudor y otros efluvios humanos provocados por el miedo”.

Al relatar someramente los viajes de conquista de Alejandro, cuenta que éste “se adentró en Oriente, rumbo al océano Exterior, el supuesto extremo del mundo”, y termina: “Pero nunca encontró ese mar, sino un horizonte siempre poblado de más y más cadenas de montañas”. Esta frase bien podría ser el epitafio del legendario conquistador y, a la vez, una enseña poética de muchas vidas. Quizás por eso la autora nos recuerda que “los seres humanos han sido desde siempre receptivos a la poesía que emana de las ruinas” y cita a Susan Sontag, cuando en su libro Ante el dolor de los demás explica que “hay belleza en las ruinas”. En las ruinas hay vida porque nos instan a buscar en ellas “los ecos del pasado” que nos ayuden a conocernos mejor en el presente.

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