Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Primera y gran novela

El chivo expiatorio y la cofradía de la amnèsia

Un robinsón culpable y una sociedad que no se permite perdonar en Marcas en la pared, la espléndida primera novela de Alastair Bruce

El chivo expiatorio y la cofradía de la amnèsia

Un hombre, sabemos desde la contraportada que su nombre es Bran, lleva un minucioso cómputo del tiempo en la isla adonde llegó desterrado diez años atrás. Seis marcas en la pared, cruzadas por una séptima, y así cincuenta y dos veces. Más el añadido de una marca suelta, no sabe muy bien por qué, y vuelta a empezar. Una de cada cuatro veces las marcas sueltas son dos. Tampoco sabe por qué, pero su memoria le dice que el cómputo es eficaz, del mismo modo que conserva en sus pliegues la palabra plástico y jamás ha visto ninguno. Bran sobrevive con metódica rutina en esa isla gris, ajena a los rayos del sol y regada los más de los días por una lluvia perpetua que somete la superficie de la isla a una imparable contracción. En una década su perímetro se ha reducido de 18 a 15 millas. De seguir así, Bran, de 53 años, se quedará sin isla en un par de décadas. Llegará un día, calcula el meticuloso robinsón, en el que se tenderá a dormir con los dedos de los pies en el norte y los de las manos en el sur.

Es la segunda vez en su vida que Bran hace este tipo de trazos en un muro. "Significan más que simples días. Eso es algo que no olvido", confiesa en la segunda página de su relato autobiográfico. El lector entenderá en algún momento, casi 150 páginas después, que las marcas del memorioso Bran y el destierro al que ha sido castigado por su pueblo guardan íntima relación. Y lo hará en las líneas de Marcas en la pared, la espléndida novela con la que el sudafricano Alastair Bruce (1972) abrió a los 38 años una carrera que sin duda le valdrá un notable puesto de respeto en la tradición literaria. Una narración distópica, situada en un lejano futuro impreciso en el que gentes como el náufrago de la isla menguante y el pueblo del que una vez fue jefe alimentan una precaria civilización basada en jirones de conocimiento heredado.

Bran es un planificador exigente, por lo que no resulta extraño que en el pasado, cuando su pueblo, también llamado Bran, estaba inmerso en una sangrienta guerra con el único otro pueblo conocido, Axum, decidiera pasar de jefe guerrero a caudillo político y proponer un programa que, en poco tiempo, contuvo la hemorragia. El cauterio fue sin embargo tan doloroso que desembocó en la condena del jefe al ostracismo. Desde entonces, Bran ha puesto en pie una elaborada rutina que no sólo lo mantiene cuerdo en su soledad culposa sino que, además, le garantiza que las reservas ofrecidas por la isla duren tanto tiempo como el que, calcula, ha de tardar en verse sumergida. Hasta que un día, un hecho inesperado revienta los equilibrios cotidianos, aviva la memoria, dispara la imaginación y, en un vértigo de acciones y pensamientos, mueve al náufrago a regresar a su tierra desafiando la condena.

Lo que allí encuentra Bran no es lo que esperaba. Porque Alastair Bruce le reserva una sorpresa que, a la vez que mantiene en vilo al lector durante las doscientas páginas que restan de novela, le permite construir una refinada y profunda reflexión sobre la secuencia que conduce del pecado a la culpa y de esta a una necesidad de olvido que sólo puede alcanzarse mediante la negación de los hechos.

Bruce, sudafricano al fin, conoce bien las pulsiones que alimentan las dictaduras racistas y las trasciende para internarse en los vericuetos de la amnesia, la designación de un chivo expiatorio y la imposibilidad del perdón. Muchos grupos humanos que, azuzados por la determinación visionaria de unos pocos y alimentados por el miedo de los más, se han instalado un tiempo en el territorio de la ignominia acaban por despertar algún día. Tal vez cuando la sumisión y el miedo ya no garantizan la prometida cotidianeidad sin sobresaltos, porque, lejos de aplacarse, el hambre de la bestia se multiplica. Tal vez cuando las aguas del horror inundan los canales respiratorios con efluvios de culpa que impiden respirar.

En cualquier caso, cuando el sueño de salud se ha vuelto pesadilla y empieza a faltar el aire llega el despertar. Y la necesidad de olvido. Pero olvidar exige desplazar la culpa, buscar un único culpable, condenarlo sin remisión y borrar sus huellas, ya que la gracia devolvería el pecado al cuerpo social y, al dinamitar la amnesia, lo sumiría de nuevo en la pesadilla de la culpa. De eso saben mucho Europa y España.

Bruce, y esta es una de sus grandezas como autor, construye este edificio moral sin alojarlo en discursos que convertirían Trazas en la pared en un panfleto ético disfrazado de novela. Sus armas son el diálogo, la ocultación, la intriga, las pistas sutiles que encuentran su eco muchas páginas más allá y obligan a una lectura muy atenta a los detalles. A la vez, su lenguaje, hiriente por despojado y preciso, genera una duda de largo alcance respecto a la cualidad de realidad o delirio de los hechos narrados. Y cuando, al fin, la incógnita parece despejarse, aún perviven elementos que obligan a preguntarse si la solución es válida para todas las partes del relato. Lo cual, y ese es el mayor premio para un autor, despertará en algunos lectores la inclinación a revivir en una segunda lectura la odisea moral de esos personajes que anhelan "un nuevo mundo sin espacio para el antiguo, sin espacio para las sombras".

ALASTAIR BRUCE

Marcas en la pared

Traducción de Cristina Lizarbe

Armaenia, 256 páginas, 20 €

Compartir el artículo

stats