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Sinfonía de adioses

Siempre fue un ogro detrás del humo de una pipa, y escondido también tras las gafas con las que mantenía a raya la realidad con la que andaba siempre a la gresca y en batalla

Escena de la película ´El tambor de hojalata´, sobre relato de Günter Grass. FRANZ SEITZ BIOSKOP ARTEMIS

Nunca dejó que el niño que ocultaba dentro saliese del todo en la poesía de sus dibujos ni en la risa con la que le hacía el amor al humor negro de los días, y a la Historia de la que leyó su pasado y su presente, sin dejar de pelarla como a una cebolla. Así era Günter Grass asomado por una esquina o bajo los ropajes de sus libros, de sus artículos, de las entrevistas en las que lo mismo enseñaba afilados los dientes que jugaba al ratón y al gato. En cualquiera de sus máscaras, y al margen de sus voces de grafito y tijeras, siempre me interesó este alemán peleón y polémico, dolido de su tierra y de sus fantasmas, capaz de hermosas obras como El tambor de hojalata, con el fascinante niño-hombre Oskar Matzerath, como de otras historias de la talla de Anestesia local, El rodaballo o Mi siglo, estupendo álbum de historias en forma de cromos para entender Europa y su drama. Siempre encontré en su obra, reconocida con el Premio Nobel y en España con el Príncipe de las Letras, un peso moral, una rebeldía intelectual y el coraje de ser políticamente incorrecto. Las tres esencias y ejes de su último libro, la póstuma despedida de De la finitud, terminado tres días antes de su muerte, y leída por mí en estos días de la fragilidad europea amenazada por la tendencia británica a desertar de su naufragio.

Tiene De la finitud una memoria ilustrada a lápiz, un lirismo prosaico, un lenguaje interior y sensible cómplice sin duda de su amigo y excelente traductor Miguel Sáenz, con el que Grass lo hilvana todo con una lúcida mirada, libre de nieblas melancólicas y del peso de la ira que tantas veces alzaba a mano con sus palabras, aunque a veces resbalan entre líneas la tristeza y la vulnerabilidad. Es cierto que el libro no es bronco en pelea pero gana en cambio en intensidad amarga en su desencanto, en su rebeldía intacta de viejo zurdo todavía contrariado por haber sido corregido, y de hombre orgulloso frente al miedo de la muerte que le silba a solas al oído y en algunos momentos lo desarma.

Nada falta en este breviario de recuerdos y de horas, de pequeños ensayos y entradas de dietario, a veces impresionista y fragmentario en su composición. El sexo, el amor, los celos, la política, los lectores, la pérdida del gusto y del olfato, sobre el ebanista amigo Adomait, autor de las estanterías de sus libros, al que pidió que le tomase medidas para su ataúd. Y más temas como la familia, los amigos, su gusto por las tostadas almendras navideñas, las ciudades por las que viajó, la religión y Dios, que desgrana con ironía y cansancio, con el desencanto del que sabe que va a morir y su lucha ya no importa. No podían echar en falta sus lectores, sabedores de su alemaneidad, sus reflexiones críticas acerca de Merkel y las heridas de su malhumor en Mamá, dedicado a su severa política de recortes y La luz al final del túnel con el drama de Grecia como protagonista. Al igual que la contundencia del texto Xenofobia acerca de los refugiados, Sobre el tráfico financiero, Adiós a la carne, Con largo aliento, Autorretrato, Temporada de caza, o Nostalgia, parábola sobre la Humanidad descendida de unos extraterrestres. Lo mismo que emociona de otra manera más cercana Balance, su hermosa despedida a los libros de su biblioteca. Ilustradas estas y cada una de las piezas con el gesto de sus dibujos -siempre tuvo una exquisita mano, además de que estudió Bellas Artes en Düsseldorf- como si quisiese dejar que sus lectores descubriesen su otra intimidad, su afición por recoger piedras raras y objetos sobre las que dibujar o sentir como embrión de una historia que escribir. Una cierta ternura aliada con la fuerza telúrica de sus palabras y su determinación.

De la finitud es un libro grande y honesto en su capacidad de enfrentarse a los conflictos actuales, a la descomposición de Europa y a sus propias debilidades de ser humano ante la muerte a la que no le pierde la cara con talento y sin pesimismo. Decidido a irse en paz después de despedirse de su viaje amante Olivetti en Acerca de la escritura, con el disfrute de su pipa echando humo y brindando con una copita de Schnaps.

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