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Narrativa

Las almas que se van pudriendo

Nadiuska, de quien toma sus rasgos un personaje, en ´Conan´.

En el principio fueron un río, la mole inmensa de un puente y la barca diminuta de un Caronte provinciano sin almas que transportar a la otra orilla. Al fin y al cabo, para eso está el puente. Hasta que, siempre en el principio, una misteriosa mujer interrumpe el ocio lector del barquero -historias de piratas, una detrás de otra- para contratarle un viaje nocturno de ida y vuelta. Y aunque el lector todavía no lo sepa, acaba de comenzar su periplo hacia un territorio de vidas perdedoras, hacia el muladar donde un tiempo impreciso amontona las almas que se van pudriendo.

Martín Sotelo (1982) se estrenó como novelista hace un par de años con Bailes de medio siglo (Nocturna), la historia de dos crímenes separados por cincuenta años y unidos por un solo asesino y una vida en común. No fue un debut estruendoso -faltaron las fanfarrias del aparato industrial-, pero cosechó un notable aplauso crítico. Más que nada porque, tras su lectura, resultaba evidente que la plegaria laica que Martín Sotelo parece haber elevado durante años a santos como Marsé, Onetti o Rulfo ha sido atendida con munificencia. Dos años después, la lectura de La vida muerta (Alfabia), su segunda novela, confirma la gran potencia narrativa de un lenguaje que ya entonces aparecía maduro y preciso. Ojalá también confirme que, como me atreví a aventurar entonces, Martín Sotelo ha llegado para quedarse.

La vida muerta podría llamarse Vidas cruzadas, si no fuera porque es un título bastante obvio cuando anda un barquero de por medio y porque los distribuidores españoles ya lo usaron para la película de Altman sobre historias de Carver. Pero, verán, además del barquero metido a conseguidor de sustancias y de objetos, están la mujer misteriosa, un médico toxicómano mutado en discreto ángel exterminador, un visitador farmacéutico enloquecido por el encuentro con un mito de su pasado, y el propio mito, que comparte rasgos con la Nadiuska de los días del destape. Y también unos cuantos secundarios de lujo. Alguno de ellos dotado de gran capacidad seminal y algún otro, como el político corrupto, funcionando como un contrapeso necesario que, sin embargo, en su salida a escena se vuelve del todo prescindible porque, corpóreo ya, su impostura vital resta grandeza a la tragedia. Y aunque podríamos y podemos aparear a esos personajes -ya se encargan ellos de hacerlo entre las sombras-, la verdad es que sus tumbos en pos del deseo se entrecruzan una y otra vez en múltiples parejas porque así es como ocurren las cosas en la vida real cuando manda el deseo. Y La vida muerta, aunque transcurre como una pesadilla de contornos difuminados, es al menos tan real como la vida misma.

O lo parece. Que a lo mejor es esa la gran virtud de Martín Sotelo. Hacer que unas cuantas decenas de miles de palabras, organizadas en ágiles escenas de unas pocas páginas, se muevan como cristales de un raro caleidoscopio que, en lugar de ofrecer azarosas composiciones geométricas, presenta variaciones sobre el infierno de unas vidas prendidas en el límite. Un límite que cobra espacio en un cafetín, digan que puticlub, llamado La Perla, donde el tiempo se congela en una noche sin tragaluces.

Y eso, claro, no es la vida misma, sino sus filos más hirientes. Pero Sotelo, gracias a algún que otro interludio costumbrista, no sólo consigue que lo tomemos por la vida entera sino que nos impele a bebérnosla a tragos cada vez más ansiosos hasta llegar a la hez. Por fortuna, el lector atrapado también se tragará ese último poso y, al trasegarlo, no será que descubra un rayo de esperanza -que pudiera, porque en las páginas de La vida muerta hay mucha piedad-, pero al menos recordará que entre muerte y vida corre un indisoluble pacto sellado con la sangre y los fluidos, muchos de ellos mefíticos, que arropan cualquier alumbramiento.

MARTÍN SOTELO

La vida muerta

ALFABIA. 240 PÁGINAS, 18 ?

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