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Oblicuidad

Hay que quemar la producción de Picasso

Nadie abandona un reportaje o un libro de John Richardson a la mitad. El escritor y periodista londinense quintaesenció la versión más depurada del estilo de la revista Vanity Fair, bajo la batuta de Tina Brown. A saber, jugosas crónicas interminables de asuntos serios en apariencia, pero condimentados con el picante que les confería un aroma irresistible. Las vidas públicas de los famosos son escrutadas con tanta avidez como sus peripecias sexuales o su lujosa existencia. Numerosas piezas de VF han justificado una película de Hollywood, empezando por la magistral El dilema.

El empeño definitivo y ya póstumo de Richardson fue una biografía en varios volúmenes de su amigo Pablo Picasso. Acaba de publicarse el cuarto tomo, Los años del Minotauro (1933-1943), después de la muerte del autor en 2019. La vida del malagueño precisaría como mínimo dos volúmenes adicionales, y la última entrega debería venderse con un trigger warning o aviso a las almas sensibles. Arianna Huffington ya acusó al genio de quemar cigarrillos en la piel de sus amantes, y la complicidad de Richardson no le ciega a la hora de efectuar el retrato de un monstruo inaceptable en la era del #metoo, por mucho que la variante Plácido Domingo sea más atenuada que la versión dura de Harvey Weinstein.

Según los criterios artísticos y sexuales imperantes, es obligado lanzar las obras completas de Picasso a la hoguera. El lector que se agarre y se amarre con fuerza a Los años del Minotauro no solo quedará cautivado por la vitalidad inagotable del artista, durante un periodo que comprende el Guernica del que abominaba Antonio Saura. Por muy alto que se coloque el listón de la agresión sexual, el trato que el malagueño dispensa a sus esposas y amantes incumple las normas de su época. Y sobre todo, la erudición contagiosa de Richardson demuestra que los sátiros, toros, caballos y mujeres torturadas no obedecen a un universo imaginario, sino a la pulsión destructiva que se adueñaba del artista inigualable. Pintaba la expresión violenta de su desprecio, creaba odio. Una vez acordada la pena que el mercado del arte se negará a aceptar, solo falta determinar qué ocurriría si un activista decidiera pasar a la acción, y quemar por propia iniciativa las piezas excomulgadas. Porque hasta ahora, la estatuaria derribada por razones éticas es fea y barata.

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