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La mirada de Lúculo

Romanticismo vegetariano Frankenstein

Romanticismo vegetariano Frankenstein Pablo García

Sin ocurrírseme militar en él, cada vez estoy más cerca del vegetarianismo gourmet. Es decir, cada vez consumo más verduras y hortalizas, en general, pero no tengo la necesidad de apuntarme a ningún tipo de ideología herbívora. No renuncio a la carne y, mucho menos, al pescado. Y eso que vivimos un tiempo en el que, como sucedió en ciertos momentos del siglo XIX, la salud resulta mucho más vendible que la conducta moral de las personas. Ocurre que asociar el veganismo con las dietas saludables es en ocasiones discutible y en otras un auténtico disparate, pero lo es aún más relacionarlo con la ética y el pacifismo. En cuanto a esto último, que es nueva tendencia, navegamos en procelosos mares de falsedad. Aunque alguna otra vez y en otro lugar de la historia ya lo han hecho con igual fe.

Un ejemplo es la imagen que proyectó de Hitler su ministro de propaganda, Goebbels. Era la de un tipo que se resistía a comer otras cosa que no fuesen verduras y frutas para no tener nada que ver con el sacrificio de animales. La realidad es mucho más prosaica: Hitler no fue jamás un vegetariano integral. Es verdad que a partir de 1930 empezó a evitar comer carne por razones de salud: creía, por un lado, que no haciéndolo aliviaría su flatulencia crónica. Por otro, la imagen de un Führer que no bebía, no fumaba y no comía salchichas pertenecía a la obra propagandística de los nazis. Sólo para dar cuenta de unas coles, unas manzanas y el muesli, que algunos le atribuyen como dieta exclusiva no se tienen a su servicio quince catadores en cada comida. Si nadie la palmaba en el transcurso de 45 minutos, Hitler podía probar los alimentos. En ese sentido, jamás se ha hablado de víctimas.

El monstruo de Frankenstein era vegetariano igual que Mary Shelley, la autora del libro romántico que lo popularizó. En un sonoro y emotivo discurso, la Criatura enuncia sus principios dietéticos y los que seguirán sus acompañantes cuando acepten el exilio autoimpuesto a Sudamérica. El vegetarianismo es la manera en que proclama la distancia que le separa de su creador al enfatizar un código moral más inclusivo. «Mi comida no es la del hombre; no sacrifico el cordero y el cabrito, para saciar mi apetito; las bellotas y las bayas me dan alimento suficiente. Mi compañero será de la misma naturaleza que yo, y nos contentaremos con la misma comida. Nuestro lecho será de hojas secas; el sol brillará sobre nosotros como sobre el hombre, y hará madurar nuestra comida». El vegetarianismo sirve supuestamente para convertir a la Criatura en un ser más comprensivo y considerado con la explotación de los demás. Al incluir animales dentro de su círculo moral, proporciona un emblema de lo que el Monstruo esperaba y necesitaba, pero no pudo recibir, de la sociedad humana.

Los vegetarianos románticos buscaron expandir ese círculo moral centrado en el ser humano que excluía a los animales. Para ellos, matarlos era un asesinato, y había que brutalizar a quienes lo hacían y se beneficiaban de ello. Argumentaron que una vez que el consumo de carne redefinía la relación de la humanidad con los animales, se abrían las compuertas de la inmoralidad y el resultado era un mundo infame y degenerado en el que vivían ellos y sus contemporáneos. Joseph Ritson, anticuario inglés famoso por la compilación de la leyenda de Robin Hood, pensó que la esclavitud humana podría atribuirse al consumo de carne, mientras que el poeta Percy Bysshe Shelley sugirió que una población vegetariana nunca habría «prestado su sufragio brutal a la lista de proscritos de Robespierre».

Los románticos de entonces consideraron que era urgente incluir a los animales dentro del círculo de la consideración moral. A diferencia de las muchas campañas de reforma animal de la época, que dirigían su energía a controlar los abusos ocasionados por los juegos soeces que practicaban las clases bajas -el hostigamiento de osos, caballos o toros-, los vegetarianos se lanzaban a la yugular de las clases altas: comer carne y practicar la caza. Shelley lo subrayó: «Solo los ricos pueden, en gran medida, incluso ahora, satisfacer el ansia antinatural de carne muerta».

Las ideas sobre las que gravitan los vegetarianos románticos se superponen tentadoramente. Cada uno reescribió el mito de Prometeo, reflexionando sobre la naturaleza del mal y las alucinaciones de la utopía. Mary Shelley se aliaba con aquellos vegetarianos del romanticismo que descifraron todas las historias de la caída primigenia con la interpretación de que se trataba implícitamente de la introducción del consumo de carne. Los dos mitos que preceden a Frankenstein, el de Prometeo y el de Adán y Eva habían sido asimilados a la posición vegetariana romántica e interpretados por Ritson, John Frank Newton, otro activista y zoroástrico, y Percy Shelley. En el caso de Adán y Eva el castigo por comer del árbol equivocado era la muerte que se les había advertido sobrevendría. Pero no fue una muerte inmediata; más bien prematura y por enfermedad, causada por comer alimentos supuestamente inadecuados, es decir carne. Prometeo robó el fuego, fue encadenado a las montañas del Cáucaso y se enfrentó a la agonía diaria de que un águila le devorara el hígado, con el fin exclusivo de que se regenerara. Para los vegetarianos románticos, el descubrimiento del fuego por parte de Prometeo es la historia del comienzo del consumo de carne. Por contra y como cuenta Felipe Fernández-Armesto en Historia de la comida, los amigos del hermano de Mary Shelley solían burlarse de su apetito vegetal. De tal modo que Scythrop, el arquetipo satírico que Thomas Love Peacock inventó para él, fue salvado del suicidio por los efectos reconstituyentes de un ave de corral hervida y una copa de vino de Madeira. En fin.

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