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El mejor periodismo se escribía en ‘Lou grant’

Ed Asner en el papel de Lou Grant.

Lou Grant es un tema atrasado para quienes no disfrutaron de la serie sobre la vida sísmica en una redacción, pero me he querido dar un tiempo de reflexión tras la muerte de su extraordinario protagonista Ed Asner, para fortalecer mis conclusiones. Arranco también a la defensiva, porque no imaginé que el revival vendría cargado de improperios por la escasa adaptación de los guiones a la corrección política imperante.

Los capítulos de Lou Grant se programarían hoy con la advertencia o trigger warning de que ninguna redacción debería asemejarse a la descrita en la pantalla. Otros pensamos que el mejor periodismo se escribió en aquellas entregas, y que el peligro de muerte del periodismo se debe a su alejamiento del régimen de adrenalina a gritos. Los escenógrafos añadirán el tabaco y el alcohol, para disimular que el periodista es un cuenco vacío, que adquiere sentido cuando se rellena de noticias. Los auténticos profesionales solo hablan en sus conversaciones interminables de la actualidad, sin intercalar ningún detalle personal.

El nuevo beaterío no perdona a Grant/Asner que fuera un cascarrabias. Se acabaron los jefes de redacción o directores que pegaban patadas a las papeleras, por citar uno de los comportamientos confesados por Pedro J. Ramírez. Quienes accedimos a la profesión o como se diga después de la emisión de la serie, no debemos incurrir en el romanticismo de adjudicarle la abducción. A cambio, habíamos adquirido por televisión la esencia de la redacción, sus limitaciones y servidumbres. No tuvimos derecho a sentirnos defraudados, sabíamos a qué atenernos.

Aquel derecho a la indignación perpetua era preferible a la compasión edulcorada de las actuales redacciones, pletóricas en la confección de victimarios y martirologios. Aunque Ed Asner llenaba la pantalla, su exquisito contrapunto lo aportaba la señora Pynchon, versión apenas disimulada de la Katharine (esa doble a distingue a los que saben de quién están hablando) Graham del Washington Post. Allí se resumían las virtudes del editor, obligado a «morder la mano que le da de comer» en la mejor definición de Joseph Pulitzer, con una exactitud y fiereza que solo sería superada por Sam Waterston en su insuperable interpretación en The Newsroom de Aaron Sorkin. Dos folios en busca de una palabra, y al fin la hemos encontrado. Se llama orgullo, una cualidad caprichosa que no requiere justificación, pero que supera en relevancia a la neutralidad, objetividad y demás zarandajas.

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