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La mirada de lúculo

La vida son comidas

La vida son comidas

Uno se siente fugitivo de media docena de vidas, escribió James Salter. No es difícil interpretar que él mismo, en la huida, supo retener el placer. Escribió sobre la comida y el sexo, y en ocasiones acerca de la combinación de los dos, utilizando frases cortas y elegantes. Siempre cultivó el gran estilo. En manos de Salter, los placeres no eran solo pasajeros, sino cosas de la vida. «La vida es el clima. La vida es comida», escribió en Años de luz, y después tomó la frase como título de un libro sobre comida. La obra de toda su existencia consistió en evocar los momentos fugaces de sus personajes, los almuerzos y las tardes en la cama, lo que los franceses conocen por l’amour l’après-midi, darles sentido a su paso, y también llorar entre las grietas de lo que se puede vivir y es posible registrar. En definitiva, Salter era un tipo igual de elegante que intenso que disfrutaba de un buen vino y de una buena comida.

Antes tuvo otro tipo de intensidades, fue piloto de combate en la guerra de Corea, una experiencia que inspiró su primera novela, Pilotos de caza. Renunció a un futuro brillante en el ejército para convertirse en escritor, y alcanzó la cima literaria en Nueva York. Además, se convirtió en un exitoso guionista de Hollywood, donde estableció una estrecha amistad con el actor Rober Redford. Suyo es el guión de la película de Michael Ritchie El descenso de la muerte, protagonizada por su amigo. Tuvo cuatro hijos de un primer matrimonio y, en años posteriores, viviendo con una segunda esposa en Long Island, ganó muchos de los premios más consagrados de la literatura, el Pen, el Faulkner y el Malamud.

Life is meals -no existe una traducción al español, al menos yo no la conozco- es el título del libro para los amantes de la comida que escribió con su esposa Kay, periodista, colaboradora de New York Times y Food & Wine. Se lee como una de sus novelas. Las cenas que cuenta son servidas a amigos, John Irving o el legendario crítico de restaurantes Craig Claiborne. El atildado sureño Claiborne era respetado y temido al mismo tiempo hasta que chocó con sus lectores que no le perdonaron un artículo escrito en el Times sobre la cena de 4.000 dólares de 1975 en el pequeño restaurante parisino Chez Denis, coincidiendo con la profunda crisis económica de mediados de esa década. Recibió entonces más de mil cartas airadas recordándole que millones de personas pasaban hambre en el mundo. El menú, la verdad, era un disparate superlativo: caviar Beluga, seguido de tres sopas, ostras, langosta, una tarta provenzal con salmones, gallina de Bresse y sorbetes, etcétera. A continuación venían los exclusivos ortolanos, pato salvaje, filete de ternera en croute de hojaldre, acompañado de trufas negras; puré de alcachofas, hígado de oca es áspic, pechuga de becada, faisán frío con avellanas, y de postre, charola de fresas, pera Alma y una île flottante. Todo ello acompañado de Château d’Yquem de 1928 y, en los postres, un madeira de 1835.

El vino favorito de Salter también era Château d’Yquem, un sauternes cuyo precio no baja de trescientos euros y que puede llegar a rondar los ochocientos, dependiendo de las añadas. Los derechos de autor le permitían un alto nivel de vida. Sus novelas están llenas de pequeños pero sofisticados banquetes. En Años luz (1975) donde profundiza como ningún otro en la disolución de un matrimonio, Salter añora los almuerzos de la madre en la playa bajo una sombrilla, a base de pollo frío, huevos, escarola, tomates, patés, quesos, pan, pepinillos, mantequilla y vino. Para él, este tipo de cosas resultan muy importantes. Un buen picnic es emblema de éxito y sirve a los niños para ir educándose en los places gastronómicos futuros. La cocina ayuda a expresarse en los buenos momentos de la vida. De uno de sus personajes escribe que se movía con confianza; vieiras frescas y blancos de Graves fríos. Él mismo sabía cómo hacerlo: una bebida, un fuego, una cena. Muchas de las comidas que Salter apreciaba cuando escribía y daba cenas en su casa a las amistades, hoy se considerarían fuera de lugar por representar una especie de alta cocina francesa algo anticuada. Pero en Life is Meals, la vida son comidas, la escasez en medio de tanta abundancia se suple con el conocimiento y la fina reflexión, engarzados como las perlas de un collar en una especie de calendario, de enero a diciembre. Hay cocina francesa pero también recetas de una carbonara o de una frittata, o notas maravillosamente escritas sobre un Chambertin borgoñón, Luis Buñuel o Madame de Pompadour, por poner ejemplos.

El menú del 31 de diciembre de 2000 en casa de James Salter consiste en foie gras, coulibiac de salmón, una ensalada verde, y peras bordelesas al chocolate. Para el controvertido Craig Claiborne -el propio Salter lo cita- el coulibiac, un pastel ruso de hojaldre horneado de salmón o esturión que se rellena con arroz o trigo sarraceno, huevos duros, setas, cebollas y eneldo, es el mejor plato del mundo. Yo, en cambio, estoy más de acuerdo con su receta del pollo frito. Tomen nota: el pollo permanece unas horas a temperatura ambiente, troceado y bañado en leche y salsa Tabasco. Luego se espolvorea con harina, sal y pimienta, en una bolsa dándole vueltas, y se fríe en abundante aceite o mantequilla en una sartén, por supuesto de hierro. Es, a fin de cuentas, una contribución que sus lectores del New York Times agradecieron más que aquel artículo de la inoportuna comida parisina de los treinta platos y los nueve vinos de 4.000 dólares, equivalente al precio de entonces de un automóvil del segmento medio.

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